En 2018, dos películas italianas fueron seleccionadas para competir por la Palma de Oro del Festival de Cine de Cannes. Junto al tercer largometraje de ficción de Alice Rohrwacher, Lazzaro Felice —actualmente disponible en Netflix—, también se presentó el noveno trabajo de Matteo Garrone, Dogman, que se estrenará el próximo jueves 26 de septiembre en salas comerciales y alternativas de Colombia. Las dos obras fueron reconocidas por el jurado que presidió la actriz Cate Blanchett con los premios a Mejor Guion y a Mejor Interpretación Masculina, respectivamente. El reconocimiento simultáneo y la coincidencia de su país de origen las hicieron ver bajo una misma luz en la que no solo mediaba la lengua, sino el interés por observar (o poner a prueba) la nobleza de dos hombres: dos interpretaciones diferentes del pequeño David, constantemente instigado a lanzarse a la corrupción colectiva y al odio generalizado, justificados a su vez por el miedo o por el llano sentido común. Pero la fantástica y sensible fábula de Rohrwacher adquiere un matiz trágico y violento en Garrone, director habitual de la Competencia Oficial de Cannes desde Gomorra (2008), un crudo retrato de la Camorra napolitana, cuya filmografía se aleja con cada trabajo del realismo inicial.

El mundo que rodea a Marcello (Marcello Fonte), el nervioso dueño de una peluquería canina, aparece aquí como el límite del mundo mismo: una costa fangosa y mortecina que ha perdido el cariz de todo cuanto está vivo, rodeada de edificios en ruinas al borde del colapso que albergan a familias enteras y que impiden a este pequeño pueblo concebirse como algo distinto de un cuerpo fragmentado, a veces reunido por un partido de fútbol o una cerveza. Ese frágil equilibrio del margen, además, aquí se ve amenazado por los caprichosos arranques de Simone (Edoardo Pesce), un impulsivo hombre corpulento a quien nadie puede contener y que no puede evitar atacar a quienes lo rodean para satisfacer su adicción a la cocaína; un perro rabioso que entra y sale de la cárcel sin conseguir aplacar su ira impredecible. En la película de Rohrwacher, Lazzaro se pregunta qué quiere decir el lejano aullido de un lobo. Tancredi, su medio hermano, el marqués, le propone que aúllen juntos y, para su sorpresa, reciben una respuesta de la triste criatura que ha descubierto, después de muchas noches de luna llena, que en realidad no está sola, que su soledad no puede ser eterna. Ambos —alejados de él— se identifican con el lamento del lobo. “Nuestro cuerpo, nuestro sexo”, el ‘cinepanfleto‘ feminista de Agnès Varda

Pero si Lazzaro Felice planteaba una pregunta por la posibilidad de la bondad en el mundo actual, confrontándonos con la radiante y poco frecuente imagen de un joven cuyo sentimiento de fraternidad es incondicional, Dogman propone una pregunta más familiar y, por ello, más difícil de abordar con distancia crítica: ¿qué hacer con los malos? ¿Qué hacer con la bestia que está cerca, que nos produce terror y no compasión? Quizá sea solo una coincidencia que ambos directores hayan recurrido a la imagen del hombre-lobo para referirse a la maldad o a la bondad natural, pero en este reduccionismo común podría encontrarse la complejidad de la paradoja planteada en Dogman: ¿el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe, como dicta la máxima rousseauniana? ¿O el hombre nace malo y la sociedad debe castigarlo? Marcello es a todas luces un hombre imperfecto, un buen padre, un buen trabajador y un ciudadano útil a su sociedad —un personaje por demás entrañable—, pero también cómplice de Simone. Colaborador de delitos menores de los que también él, el “hombre bueno”, saca provecho. Y es este hombre con virtudes y defectos, que actúa muchas veces por miedo, el que, agotado y sin esperanza alguna, se ve obligado a hacer algo por sí mismo y por su hija, y por recuperar su lugar en ese pequeño mundo en ruinas que, “naturalmente”, solo podrá ser salvado si se erradica “el mal”, si desaparece el malhechor. ¿O no? “Mis películas deben ser un acto de militancia”: Roberto Minervini