Tiene la sencillez de una abuela pero su mirada arde como la de una adolescente. Vital, conversadora y curiosa, las manos parecen acompañar con el gesto el relato contundente y preciso de Margarethe von Trotta, la realizadora de cine alemana que forma parte de la más interesante generación de cineastas alemanes del siglo XX: Fassbinder, Herzog y Wenders. Su madre, una noble de origen alemán nacida en Moscú y privada de su nacionalidad por la revolución soviética, la crió en la generosidad y tolerancia, a pesar de los privilegios perdidos. Y como madre soltera que era, además de darle el apellido, la marcó con la impronta de la diferencia y la lucha.
Nos hemos citado en Jules Verne, un apacible café en el barrio de Charlottenburgo en Berlín. Hace mucho tiempo que tenía interés en conversar con esta mujer, ícono de la realización cinematográfica alemana y europea, con más de veinte películas en su haber y que se impuso con películas como Las hermanas alemanas (1981), Rosa Luxemburgo (1986), y ahora con la recién estrenada Hannah Arendt. Nada menos que una película sobre la filósofa y pensadora judeoalemana que en 1961 presenció el juicio a Adolf Eichmann en Tel Aviv por encargo de The New Yorker, y cuyo pensamiento acerca de la banalidad del mal iba a conmover al mundo. Una película, que ostenta una escalofriante actualidad.
Hacer un film sobre una filósofa en estos tiempos, más que un acto de coraje es una osadía. ¿Podría contarme cómo surgió la idea?
Necesité diez años para hacerla, con eso le digo todo. Nadie quería darnos dinero para algo semejante. A decir verdad, no fui yo la de la idea, sino un amigo, guionista de televisión, que durante años me ayudó muchísimo con coproducciones como Rosa Luxemburgo y La promesa. En el 2003, cuando terminamos La calle de las rosas (basada en la rebelión de las mujeres judías para salvar a sus hombres en 1943 en Berlín), él me dijo: “Ahora me gustaría que hicieras una película sobre Hannah Arendt”. ¿Te volviste loco, le dije. ¿Cómo puedo hacer semejante cosa? Eso supera mis posibilidades.
¿Qué relación tenía hasta ese momento con Hannah Arendt? ¿Era una heroína para usted?
Para filmar La calle de la rosas investigué todo lo posible sobre la historia judía a través de los años, las persecusiones, el holocausto... Lloré días seguidos... Ahí me encontré con Hannah Arendt y su libro Eichmann en Jerusalén, pero yo la conocía poco. Como toda la izquierda en Alemania, no estaba muy entusiasmada con ella, porque ya en los años cincuenta, Arendt había definido el nacionalsocialismo y el estalinismo como totalitarismos y a nosotros no nos gustaba eso. Éramos la izquierda recién horneada y en el 68 descubríamos el mundo. Había un libro grandioso, Como una lágrima en el océano, de Manès Sperber, donde cuenta su dolorosa ruptura con el comunismo, pero tampoco lo leíamos. Recién leí a Sperber con La calle de las rosas, y ahí acepté todo aquello que antes había negado. Y aunque al principio levanté las manos y dije, no puedo, la verdad es que Rosa Luxemburgo tampoco había sido una idea mía, era para Fassbinder, pero él murió y entonces el productor me buscó y me dijo que yo debía retomar la idea: “Tú eres mujer”. Y… me convenció.
Con esa película su nombre comenzó a conocerse fuera de Alemania.
Con Rosa Luxemburgo no tenía un rechazo político. Los del 68 íbamos a las barricadas con pancartas de Lenin, Ho Chi Min, del Ché, de Marx, y de vez en cuando, de Rosa Luxemburgo. Y digo que solo de vez en cuando porque con ese rostro, esa expresión tan pensativa, yo me decía, es extraño, pero esta mujer no encaja en este cuadro, con esas líneas tan suaves y tristes a la vez. A mí me interesaba ella, y había pensado que en algún momento iba a hacer una película, pero hasta entonces solo había hecho cuatro películas: sentía que tenía que hacer por lo menos diez para ser digna de ella, para animarme a acercarme a Rosa. Entonces me puse a trabajar, hice mis propias investigaciones, escribí mi propio guión. No iba a tomar nada ya hecho, ¡de ninguna manera! Y durante dos años me encerré y trabajé con sus cartas y su vida y su forma de ser. Recién entonces supe lo que quería decir.
Pero como usted bien dice, Hannah Arendt no era Rosa Luxemburgo...
¡Para nada! Rosa era pura acción, ideal para una película. Sus ideas, la prisión, su lucha, su asesinato... Hannah Arendt en cambio era muy diferente. Por eso al principio estaba convencida de que no era posible. Pero después le pregunté a mi amiga, la autora Pam Katz, que vive en Nueva York y que también había trabajado conmigo en el guión de La calle de las rosas, si podía imaginarse una película sobre Arendt. De inmediato me dijo que sí. Entonces empezamos. Y comencé a leer mucho, pero mucho de Arendt, tomos y tomos de correspondencia con la escritora Mary McCarthy, con Kurt Blumenfeld, con Karl Jaspers y con Martin Heidegger, por supuesto. Y después encontré tres personas que la conocieron en su vida cotidiana. Una de ellas, Lotte Köhler, que también aparece en la película y que murió en el 2011, antes de que la cinta viera la luz, es la persona que más la ayudó y la conoció. También Elizabeth Young-Bruehl, su primera biógrafa, y su nieta que aún vive.
Toda un decisión para una película: palabras en vez de acción.
Primero pensamos en comenzar con un seminario de Heidegger, y filmar la historia de amor de la joven alumna hacia el profesor. Hannah tenía entonces 18 años y Heidegger, 35. Y que terminase con la huida de Hannah hacia Francia, su paso por el campo de refugiados... Entonces con seguridad habríamos obtenido financiación rápida. Pero no era lo que a mí me interesaba. Porque no habría podido mostrar el núcleo de su personalidad, ni profundizar en su pensamiento, porque en ese tiempo ella tampoco había escrito mucho.
Su trabajo sobre los años oscuros recién pudo emprenderlo después de emigrar a los Estados Unidos. Y después surgió la idea de filmar los cuatro años del proceso de Eichmann, que le permiten a Arendt reflexionar sobre la banalidad del mal en ese libro que es crucial para el desarrollo de su pensamiento. Además, ya no es solo filosofía, sino sumergirse en la historia alemana. Por supuesto que al principio quería filmar toda su vida, pero muy pronto me di cuenta de que había que concentrarse en un punto. Y para mí, como realizadora, era necesario encontrar una controversia. Porque en el cine, además de pensamientos, que son invisibles, se necesita un adversario. Y Eichmann, en esa cabina de cristal, lo era. Cuando el espectador tiene delante a este hombre y después a ella, con sus pensamientos, y sus impresiones...
La película mezcla cine de ficción y cine documental. ¿Cómo llegó a la conclusión de que debía trabajar con dos formas de lenguaje cinematográfico en simultánea?
No podía usar un actor para el papel de Eichmann. Porque aunque un actor podría imitarlo muy bien, no tendría el mismo efecto sobre el espectador. Tenía que introducir el documento. En Israel había visto The spezialist, el documental sobre el proceso a Eichmann. Como Arendt fumaba tanto, y en la sala del juicio estaba prohibido fumar, supuse que ella tenía que haber pasado la mayor parte del tiempo en la sala de prensa, donde había monitores para seguir el juicio y sí se podía fumar. Ese recurso me permitió armar un diálogo entre dos formas cinematográficas. Y lo más interesante fue cuando en un festival de cine en Israel, tras la presentación de la película, un sobrino de Hannah Arendt –que yo ni sabía que existía–, se acercó y me comentó como de pasada que ella fumaba mucho más que lo que muestra la película y que por eso, durante el proceso, ¡se la pasó en la sala de prensa! Fue impresionante ver cómo la realidad confirmaba lo que habíamos imaginado.
Hannah Arendt dice que ella quiere comprender. Y que escribir forma parte de ese proceso de comprensión.
Como para mí filmar, claro. Si hay una tesis con la que me identifico con el mismo ímpetu de Arendt es esa: No quiero condenar. No quiero juzgar. Quiero comprender. Lo que no significa que siempre pueda lograrlo, pero lo intento.
¿Y cómo es ese proceso?
En el 2004 ya teníamos la primera versión del guión. Después seguimos trabajando hasta el 2011, cuando comenzamos a rodar. No dependía de nosotros, sino de quienes lo financiaban, que dudaban de que una película de estas características pudiese funcionar. Fue un proceso largo. Por suerte teníamos una productora que luchó y convenció a los inversionistas. Hay que decir también que el tiempo nos permitió repensar muchas cosas. Esta es la razón por la cual la película solo aparece ahora, lo que es una suerte, porque es como si el momento estuviera maduro para recibirla.
¿Entonces no era su intención hacer una película sobre el presente?
No. para nada. A veces uno tiene suerte, es todo. La apuesta tomó diez años en cumplirse. Eso es lo que se demora el mundo del cine cuando se decide hacer una película sobre una filósofa. Pero una amiga me dijo algo que nunca olvido: “Cuando no se da lo que deseas, seguro que te espera algo mucho mejor”. Yo quería que las cosas salieran más rápido. Pero como no sucedió, la película llega ahora, en el momento adecuado.
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