“Estábamos tristes de la emoción”, dice un niño de aproximadamente dos años de edad mientras juega en la nieve en compañía de su abuela. La paradójica expresión del pequeño resuena en el universo de la película, que estará en cartelera hasta el 29 de Noviembre, en la que la emoción es su delicado hilo conductor. Dividida en episodios, la narrativa de la película (no vale la pena ponerse a pensar si es una ficción o un documental) avanza con un paso lento, quizá aprovechando el hecho de que a veces sólo el letargo del tiempo nos permite conectarnos con nuestras emociones más íntimas.
La película inicia con un tono más estético y estático, un aspecto visual y sonoro más elaborado, con marcados recursos poéticos en los que se sientan las bases de lo que la película va a desarrollar: la maternidad. La maternidad no sólo como la capacidad de la mujer de traer la vida al mundo, sino como el lazo que nos hala a la existencia y que nos guía hasta donde nosotros lo requiramos. Eso que nos cuida y que está dado en nuestro entorno; nuestra madre biológica, simbólica, espiritual, pero también en nosotros mismos; nuestro sentido de supervivencia, de autoprotección. Lo que nos permite existir y lo que nos permite manifestar esa existencia. Los sucesos narrados en este relato son secuencias (¿epifanías?) entrelazadas por un personaje principal, una abuela/madre/hija, que en su recorrido visita lo que de alguna manera puede definir la existencia humana: el amor, la muerte, la vida, la familia y la espiritualidad. Elementos que nos permean y nos definen, que nos moldean y nos mutilan, aunque seamos conscientes de ellos o no. Son revelaciones en las que como espectador podemos escoger con qué quedarnos, qué investigar, qué encontrar. Si bien puede resultar una película hermética pues no ofrece explicaciones sobre sí misma, se intuye que no pretende dar un discurso sobre los conceptos tan grandilocuentes que maneja, sino más bien una sutil reflexión de lo que estos suscitan en sus directores. Hacia su final, el lenguaje se vuelve más cotidiano, la cámara y el sonido se hacen más simples y ligeros. La epifanía deja de ser tan abstracta, y se vuelve mundana y más cruda. Se hace tan tangible y orgánica como un parto real; la aparición de un nuevo ser que conjuga en un solo suceso todos los conceptos filosóficos posibles de la vida con las circunstancias tan físicas y materiales que implica el hecho de un cuerpo que sale de otro cuerpo. Filmes como estos invitan a reflexionar sobre el material bruto de las historias que se cuentan. ¿Hasta qué punto lo que nos sucede es digno de contar? En el caso de Epifanía se puede adivinar un punto de partida subjetivo, una especie de búsqueda interior en la que seguramente se tuvieron que sintonizar ambos directores mediante complicados compromisos y acuerdos, para establecer el puerto al que se quería llegar. El cine puede ser muchas veces, sino siempre, una exploración hacia adentro. Una mirada, en este caso dos en conjunción, que cuenta y al mismo tiempo se cuenta a ella misma.