En determinados momentos, los huérfanos de un padre asesinado desean matar al verdugo. Matar como Hamlet, en acto total de equidad: ajusticiar al asesino y, rapidito, cerrar el ciclo. Los hijos del plomo quieren hacerlo de inmediato, impulsivos, torpes, sin entender que la venganza toma tiempo. Hamlet lo entendió, y en esta moderna producción dirigida por Lindsay Turner, queda en evidencia. Un príncipe abrumado, con camiseta de David Bowie, que juega a los soldaditos, sabe esperar para matar. Hamlet es el príncipe de Dinamarca. El rey, su papá, fue asesinado. Claudio, tío de Hamlet, le metió veneno por el oído. El joven divaga en el dolor. El espectro de su padre aparece, le ordena venganza. Lleno de motivos debería salir del letargo y actuar. No lo hace. Corroído por el sentimiento de usurpación, va asimilando el tormento de la verdad. Una obra de casi cuatro horas en la que un niño se transforma en hombre para ultimar su revancha. En el segundo acto, ya muerta Ofelia (único amor del príncipe), Hamlet no encuentra motivo para vivir y pone en marcha su plan, desatando así el perturbador encanto del mundo shakespeariano.A 400 años de la muerte del escritor, la obra dirigida por Turner rescata a un Hamlet (Benedict Cumberbatch) que, según críticos británicos, en actuaciones pasadas parecía castrado, sin el vigor propio de los protagonistas del dramaturgo inglés. Este joven edípico, rodeado de su podrido linaje, representa la vehemencia de las pasiones humanas: la ira, el deseo y, sobre todo, la venganza. Hamlet, universal, es todos los huérfanos aturdidos por la violencia, tanto los del siglo XVI británicos como los del XXI colombianos.El espectacular palacio de la época isabelina (1558- 1603), diseñado por Es Devlin e iluminado por Jane Cox, es testigo de la desgracia. Los tiempos se alternan sin ningún orden: sus personajes caminan entre las trincheras de la Segunda Guerra Mundial y los campos ingleses gobernados por ‘la reina virgen’ en el siglo XVI. Aquella apuesta anacrónica tampoco distingue géneros musicales: el ‘Nature Boy’ de Nate King Cole sostiene una producción con nuevas ideas que rompe paradigmas.Cumberbatch, colmado de finura femenina, se planta recio sobre las tablas. En un acto de absoluta exigencia física, y haciendo uso del método Stanislavski (recurrir a la emociones reales para fortalecer al papel teatral), el actor se transforma en un portento. Ambos, intérprete y personaje, no ceden ante el dolor de revolotear por el escenario entre combates reales de esgrima, llanto y explosiones. Se entiende, pues, la respuesta del artista cuando le preguntan:“¿Cuál es su sensación al terminar una presentación?”, a lo que Cumberbatch responde: “¡sensación de hambre, mucha hambre!”. Cabe decir, que si no se es un purista del teatro o amante irremediable de Shakespeare, la angustia física fácilmente vencerá al espectador, que por respeto al trabajo de ‘El bardo‘ no abandona.