Hacia el final de esta nueva adaptación de Mujercitas (Little Women), la novela de Louisa May Alcott, Greta Gerwig construye dos escenas con un acción sencilla que se repite: Jo March (Saoirse Ronan) baja las escaleras de la casa de su familia. En la primera escena —radiante, llena de luz y con un montaje ágil— Jo desciende hacia un feliz encuentro. En la siguiente escena, siete años después, Jo March desciende, opaca, lenta, hacia un triste reconocimiento. Esta repetición en la acción, contrastada en su forma y en su emoción, es una pequeña síntesis del universo que contiene el más reciente largometraje de Gerwig. Mujercitas es a la vez una película sobre la alegría que antecede a la melancolía, sobre la efervescencia que subyace en la espera y, especialmente, sobre la crisis (esto es, la muerte) que subyace en todo acto creativo (esto es, el amor). Este planteamiento de contrastes se hace evidente en el epígrafe de Louisa May Alcott que abre la película: “I’ve had lots of troubles, so I write jolly tales” (“He tenido muchos pesares, así que escribo historias alegres”) y la película es en sí misma la ilustración —formal y dramática— de este aparente acto contradictorio: Alcott y Gerwig piensan la alegría como un acto semejante a desanudar una madeja. Y si pensamos esta película en términos de tejidos y telares, encontramos que al final no hay tal cosa como una contradicción en sus temas: se trata de pensar que todo se teje en su opuesto y es en su opuesto donde la creación cobra vida.  ‘Lady Bird‘: ciudades y madres

La inteligente adaptación que Gerwig hace de la novela de Alcott logra, con destreza, irrespetar el texto original y, a la vez, descubrir para nosotros la modernidad y actualidad de sus temas. La historia de las cuatro hermanas March —Jo, Meg, Beth y Amy— y su paso de la niñez a la adultez en el marco de la posguerra civil en los Estados Unidos nos habla de cómo cada una encuentra una vocación y un destino (o cómo una vocación es el llamado al destino) en medio de la crisis que implica toda transformación. Gerwig opta por romper el tiempo lineal de la novela y tejer el pasado en el presente para llevarnos hacia el futuro. Esta decisión formal que da pie a la estructura de la película nos habla de cómo todo lo vital y todo lo futuro no surge en el capricho de la linealidad, sino del movimiento pendular de nuestra memoria y nuestra vocación. En otras palabras, el impulso del presente nace de la fuerza que late del pasado; cada una de las secuencias de la película que habla de la infancia contrasta e informa con ingenio cada secuencia del presente. Sus actrices (Saoirse Ronan, Emma Watson, Florence Pugh y Eliza Scanlen) logran esa maravillosa condición de construir simultáneamente un personaje y un espacio común; bajo la dirección de Gerwig estas cuatro actrices comparten un afecto, un territorio y una pasión desde los cuerpos y desde el lenguaje. Todo en ellas es no solamente verosímil sino vibrante en matices y vitalidad, y el juego y el ingenio parece ser el común denominador de la puesta en escena que las involucra. Los diálogos parecen surgir de una urgencia, como si acaso todas tuvieran una chispa que las obliga a crear una voz propia. Junto a ellas está la mirada de la experiencia encarnada en Marmee, la madre de las hermanas, la tía March y el señor Laurence. Laura Dern, Meryl Streep y Chris Cooper, en contraste, aportan la presencia de la compañía, la pausa que hace que la vitalidad de las hermanas brille con más ardor. Y como un cuerpo orbital —caprichoso como ellas y leal como los adultos— está el personaje de Laurie, interpretado por Timothée Chalamet desde la ternura y la rebeldía que sabe, también, que su presencia está para ellas y no a pesar de ellas. 

Pero regresemos a la idea del tejido para ver la forma y cómo la idea del contraste persiste como un leitmotiv. La fotografía de Yorick Le Saux (Only Lovers Left Alive; High Life) filma el movimiento y la espera y los contrapone a las dos líneas temporales de la película; sus colores vibrantes del pasado contrastan con el azul del presente sin olvidar la vitalidad que trae la experiencia de las hermanas. El vestuario de Jacqueline Durran se asemeja a los elegantes arabescos de un gran tejido: cada personaje vibra desde su personalidad reflejada en su modo de vestir y le otorga un estilo fresco y presente a una película de época que evoca trabajos similares como María Antonieta de Sofia Coppola.  Pero es en sus secuencias finales donde reconocemos que este gran tejido encuentra un feliz término y que es, nada menos, que el gran y bello irrespeto que Gerwig le hace a la novela de Alcott. Gerwig, autora del guion, desplaza la autoría de la novela original y se la otorga a su personaje principal, Jo March. En un montaje emocionante que involucra una prensa y la construcción de un libro —la primera novela de Jo— entendemos que Gerwig se reconoce en Alcott y reconoce a Alcott en Jo. Como tres hermanas que se comunican a través de la escritura de Mujercitas —la novela dentro de la novela, dentro de la película—, entendemos que el tejido que hemos visto y vivido no es más que la feliz realización de que todo acto creador es un acto de amor y de cómo nos volvemos a conocer —a revivir en nuestro pasado y a inventar en nuestro futuro— en aquello que creamos. Y que escribir podría ser el más alegre destino del mundo que habitamos, porque al escribirlo y pensarlo logramos algo semejante a los dioses: llenarlo de la vida y la muerte —el gran contraste—que alguna vez tuvo. ‘Historia de un matrimonio’: desnudar el alma humana en el corazón podrido de las separaciones