Cuando Stanley Kubrick leyó por primera vez La naranja mecánica, de Anthony Burgess, estaba trabajando en un proyecto sobre Napoleón Bonaparte. Recibió una copia de la novela del guionista Terry Southern, pero la primera en leerla fue su esposa. Ella se la recomendó, y cuando Kubrick por fin la leyó se entusiasmó tanto que decidió llevar la historia al cine. Luego Burgess afirmó que la adaptación era brillante; tan brillante que podía ser peligrosa. Pero a pesar de la fidelidad de la versión cinematográfica con la novela, la película termina donde no termina el libro. Le hace falta el último capítulo, el capítulo redentor, porque en Estados Unidos circulaban ediciones que omitían el final original. Por ello esta película resultó siendo una distopía, de principio a fin. ‘La Naranja Mecánica‘: o los días de un futuro pasado La distopías (o antiutopías) describen sociedades que son el producto de tendencias sociales “reales” que conducen a un futuro apocalíptico, casi terrorífico. Por ello, una distopía siempre conserva visos del contexto sociopolítico en que se concibe, pero lo critica, lo satiriza, lo cuestiona mostrando cómo esas tendencias condujeron a un futuro posible pero indeseable para los miembros de una sociedad. En el siglo XX algunas novelas nos advirtieron sobre los peligros del socialismo, el control, los regímenes totalitarios, el consumismo, el aislamiento, los excesos de la ciencia. Y algunos de esos temas atraviesan también la trama retorcida de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971). Hay quienes afirman que la sociedad que describen tanto la novela como la película es comunista, por sus guiños a la cultura rusa, como el dialecto adolescente de la novela. Otros gestos –la arquitectura, por ejemplo– sugieren que estamos más bien ante una evolución enferma del socialismo y su transformación final en un fascismo sin color político claro. Independientemente del régimen, esa sociedad acoge a Alex DeLarge (Malcolm McDowell), un sociópata “ultra-violento” que, junto a su pandilla, comete actos inmorales, por fuera de la ley, que funden la violencia con el sexo. Esa misma sociedad que acoge a unos individuos perversos es la misma que intenta aniquilarlos y normalizarlos mediante prácticas que de hecho tuvieron su origen y apogeo en el siglo pasado. La psiquiatría llevada al extremo, que pretendía (con el discurso médico como soporte) controlar y apaciguar a los individuos, va de la mano de una sociedad totalitaria –como la que critica Pink Floyd en The Wall– que usa la educación para suprimir la singularidad de los sujetos.

“Sujeto”: la palabra tiene una doble acepción. Los sujetos son actores, y también están atados a un orden, sujetos a él. La novela y la película son reflexiones sobre eso; sobre el libre albedrío y su relación con el lugar de la libertad –que en realidad parece no tener ningún lugar–. También es sobre la enfermedad de una sociedad entera, que permite la existencia de individuos con conductas en principio condenables y complejas. Por último, es sobre los excesos de la ciencia: la “técnica Ludovico” (una sátira de la terapia de aversión, de la corriente del conductismo psicológico y de prácticas salvajes como los electroshock, la inyección de insulina y la lobotomía) no tenían siquiera un efecto correctivo probado. Burgess y Kubrick cuestionan entonces los métodos de condicionamiento conductual –una estrategia política– para combatir los índices de criminalidad. Pero el debate es interesante y más complicado que eso. ¿Qué pensar de una sociedad donde se suprimen, también violentamente, las libertades de sus ciudadanos? La novela y el libro retoman, además, una discusión vieja y filosófica. Aquella del libre albedrío y la naturaleza del individuo. Decía Rousseau que el ser humano es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe. Aquí estamos ante unos personajes que plantean el dilema al contrario, o al menos lo cuestiona. ¿Qué fue primero? ¿Las conductas aberradas o una sociedad en la que, por ella misma, existen esas conductas? Aquellos que no han visto aún la película notarán que las últimas palabras del protagonista –ese final que Kubrick le da a la versión fílmica– no redimen la distopía. Todo lo contrario: la perpetuan. ‘La naranja mecánica‘, de Stanley Kubrick, se proyectará el martes 6 y el domingo 11 de agosto en salas de Cine Colombia como parte del ciclo de Clásicos para Obsesivos Compulsivos. Haga clic aquí para conseguir entradas.