En varios capítulos de la ya icónica serie de televisión británica Monty Python’s Flying Circus, un hombre barbado corre grandes distancias —atraviesa ríos, mares y praderas—para llegar frente a la cámara y decir una palabra: “Es..." ("It‘s...") y así dar pie al cabezote animado de la serie. Es un chiste sencillo a la vez que absurdo. La cámara, estática, a veces abre el plano, pero siempre vemos al hombre correr hacia nosotros, lleno de angustia, para verlo decir una palabra. Es una introducción tensionante y disparatada que, si bien no dura más de quince segundos, logra despertar algo inquietante: nos reímos porque la distancia hasta nosotros es demasiado extensa y el mensaje es excesivamente corto e intrascendente. 1917, del director británico Sam Mendes, es la extensión de este chiste durante casi dos horas de inercia absoluta. Si el grupo británico de comediantes Monty Python lograba construir un universo complejo e imaginativo a través del absurdo y la recontextualización de lo histórico, Mendes, en 1917, construye una película que se resume en un esfuerzo técnico vacuo sin ideas ni personajes: estamos condenados a admirar una cámara en movimiento. ¿Por qué comparar una serie de comedia absurda con una película de guerra? Porque ambas lidian con la estupidez. Monty Python lo hace de manera consciente y, a través de ella, reconocemos lo arbitrario del mundo que nos acoge. Mendes, por el contrario, parece creer —inconscientemente o no— que la estupidez atraviesa la guerra, o, peor aún, que la estupidez atraviesa al espectador de su película. Su trama es sencilla: un par de cabos del ejército inglés deben llevar un mensaje —atravesando ríos, ruinas y praderas— para alertar a la vanguardia sobre una emboscada del ejército alemán. Su puesta en escena es también un objetivo concreto: llevarnos, con la ilusión de un plano secuencia que parece no romperse, del punto A al punto B, atravesando ríos, ruinas y praderas. Desde el primer instante de este plano secuencia sabemos que el soldado entregará el mensaje. Sin embargo, lo seguimos, muchas veces como si se tratara de un videojuego en primera persona, oyendo disparos que nunca tocan al soldado, y, peor aún, escuchando diálogos y viendo actuaciones que acusan lo ya visto.
La obviedad parece ser la marca de estilo de esta película, y los ejemplos abundan. En una escena, la cámara se acerca al cadáver de un caballo y las moscas que vuelan sobre él. Como si el acercamiento no fuera suficiente, el actor mira lo que ya la cámara resaltó y hace un gesto de asco que, en el fondo, replica el asco del espectador, pero ya no por el cadáver en descomposición sino por la absoluta falta de imaginación del director. En otra escena, más adelante, el soldado queda atrapado bajo polvo y piedra luego de una explosión. Vemos que el soldado efectivamente no puede ver, pero aún así el director cree necesario poner estas palabras en boca de su actor: “Tengo polvo en los ojos. No puedo ver”. A este punto era preferible que el espectador y no el soldado tuviera polvo en los ojos para evitar ver sesenta minutos más de esa inercia y esa obviedad. Tampoco hay mucho por decir de sus ideas o sus personajes por una sencilla razón: son inexistentes. Si una piedra se mueve de un punto A a un punto B sin mayor conflicto, y si su director y guionista parece protegerlo convenientemente del peligro puesto por él, es prácticamente imposible hablar de un personaje. Y si no hay personaje, tampoco podemos hablar de heroísmo; mucho menos de tragedia. Esto no va a terminar bien: ‘Los muertos no mueren’, de Jim Jarmusch Y si no hay heroísmo ni tragedia, entonces su contexto también muere en la trivialidad de su planteamiento. Si bien se nos anuncia que es una película que sucede en el marco histórico de la Primera Guerra Mundial, su peso histórico es nulo: podría suceder en las dunas de Marte y nada cambiaría. O sí: su estupidez tendría una gravedad distinta. La experticia técnica de sostener la idea de un plano secuencia revela inmediatamente que su puesta en escena está llena de costuras visibles. Nos maravillamos porque los actores corren y la cámara sigue tras ellos, atravesando ríos, ruinas y praderas. Pero todo está puesto con tanta obviedad que nada sorprende ni emociona; mucho menos despierta la imaginación. El trabajo de Roger Deakins, que ha demostrado ser un director de fotografía cercano al expresionismo de la mano de directores como los hermanos Coen o Andrew Dominik, se reduce al de un mercenario a sueldo que cumple con el capricho del director Mendes. Estos planos secuencia parecen ser ya una suerte de medalla formal que muchos directores quieren colgarse en la solapa. Desde Hitchcock, pasando por Scorsese y Paul Thomas Anderson, los realizadores suelen utilizar este recurso para reflexionar entorno a ideas concretas de duración y tensión. Recientemente, el director chino Bi Gan construyó un inquietante plano secuencia de sesenta minutos en el final de Long Day’s Journey into Night. Pero si en la película de Mendes hay trivialidad, estupidez y obviedad, en la película de Bi Gan hay toda una experiencia onírica sobre el descenso y la obsesión, sobre la trágica condición de una búsqueda infructuosa. Al final de 1917, cuando nuestros ojos se habitúan ya a la feliz oscuridad de saber que este ejercicio vacuo ha terminado, Mendes tiene la necesidad de dedicar la película a su abuelo, quien vivió y luchó en la guerra. No puede uno evitar sentir empatía ante la memoria de un hombre que, además de padecer la guerra, debe padecer este homenaje sin imaginación. Paz en su tumba. ‘Había una vez… en Hollywood‘ o el doblez de la fantasía