Es casi natural pensar que una cinta que mira a los ojos a una enfermedad y a los efectos que tiene en un ser querido tira para abajo. Rápidamente, Lázaro deja en claro que apunta a otros lugares y llega. Duele, sin duda, pero es una carta de amor, un homenaje que ante todo eleva y conmueve.
Acompañar a un ser querido que pierde la memoria y la manera de cuidarse a sí mismo es, como mínimo, una experiencia emocionalmente exigente. Y despedirlo marca un punto en la vida de todo su círculo. Lejos de romantizar la enfermedad, Lázaro esquiva el determinismo dramático al basar su alma en la empatía tremenda que despierta su personaje principal, así como en la empatía que este personaje ha nutrido en su familia y quienes lo rodean.
De él aún no conocemos mucho, sabemos que está enfermo, que su hijo lo está filmando hasta cuando se ducha, que le hace preguntas y le tiene toda la paciencia del mundo sin el cinismo que puede nacer de situaciones difíciles. Intuimos que son parecidos por la manera en la que se hablan, tipos que no temen mostrarse cariño y mamar un poquito de gallo frente al espejo imitando sonidos de pajarracos.
El documental se desarrolla en capítulos. Y, cuando apela a la palabra escrita para presentarlos o contar detalles, lo hace con una narrativa simple, bella y franca. Viene a la mente cuando acepta que no pudo encontrar una foto de toda la familia junta. Dicho esto, visualmente, el realizador también echa mano de un álbum familiar que desde su particularidad ochentera retrata la infancia de muchos colombianos entre sus treintas y cuarentas. Y en esos tantos planos de la casa que habita, en esos en los que se ve la orgullosa baldosa de la clase media colombiana, retrata tantos barrios y tantos patios y tantos parques de esta ciudad y este país.
El homenaje le cae a todos los que demuestran humanidad y genuino cariño por el hombre. A su enfermera dedicada, al hombre que corta el pasto y ofrece uno de los momentos cumbre de la cinta. En este viaje, José Alejandro comparte un periplo breve al pueblo natal de su padre, donde recoge lo que Lázaro cultivó. Y más potente aún, registra una metafórica travesía hacia un río en esas selvas donde se escuchan pajarracos. Todo lo va alternando en sus capítulos, en los que inevitablemente vemos a Lázaro caer presa de su imposibilidad de vivir. Su rostro ya no sonríe, su expresión ya no está, pero el efecto de su personalidad persiste en el cariño y las caricias dicientes que recibe.
Luego sabemos que no siempre fue así. Que por años la familia anduvo separada. Pero ya no lo parece.
En Luz Pilar, madre del director, quien muy joven se casó con Lázaro, quien se separó de él cuando sus hijos crecían, y quien se volvió a casar con él 18 años después, el documental también exalta un personaje arrollador. Sus ojos delatan una fuerza adquirida a tesón y golpes, y es gratificante que el homenaje también la cubra a ella, esposa, mujer y madre, quien en su lecho de muerte llena a su marido de paz. “Todos estamos bien”, le repite.
Disponible ya en preventa: lazaro.mowies.com
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