Hacer cine en Colombia es difícil. Un propósito muy noble, es cierto, pero al fin y al cabo es difícil si se tiene en cuenta que no existe una industria cinematográfica consolidada, que solo hay un fondo en el que todos los realizadores del país depositan sus esperanzas una vez al año, y que el retorno en taquilla para las películas que exploran narrativas diferentes dejan a los productores con deudas que superan la satisfacción de haber hecho algo en nombre del arte. Ante este complejo panorama, hay entusiastas que siguen buscando hacer del cine algo posible. La recursividad excesiva, hacer rendir presupuestos absurdos y valerse de las mejores intenciones de artistas y empresas dispuestos a ayudar, son algunas de las medidas que hacen parte de la aventura de hacer cine en el país. Los resultados pueden ser grandes proezas, piezas aceptables o desastres monumentales. Del cine no se vive en este país, salvo contadas excepciones. Para quienes lo asumen, puede ser un placer costoso o un sacrificio desagradecido. Este miércoles 7 de junio se estrenó en el país Una mujer, ópera prima de los colombianos Camilo Medina y Daniel Paeres. Se filmó en nueve días y contó con un presupuesto de 1.000 dólares, menos del 0,5% con el que nuevos realizadores hacen sus películas cuando obtienen estímulos del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico de Colombia (la obra de Medina y Paeres no contó con ayuda del FDC).

En general, las falencias técnicas de fotografía, continuidad, sonido montaje, actuación y demás cosas que puedan salir mal tienen sentido si la pieza se valora dentro del contexto en el que fue realizada. Sin embargo, las películas y el arte se defienden solos. Al final de la función no hay excusa para que el director o productores justifiquen desenfoques y cambios de iluminación abruptos, por la prisa con la que se rodó o porque no hubo presupuesto suficiente para hacer algo mejor. Las películas son buenas o malas, especialmente para los espectadores colombianos acostumbrados a consumir cine hollywoodense o comedias colombianas, cuyo poder no radica en ser obras magistrales sino en funcionar como terapias de risa (para algunos). Una mujer es una historia con potencial. Aborda un tema universal, habla de amores tóxicos y presenta a una mujer que huye de la maternidad, vive una juventud tardía, goza del libertinaje sexual y no tiene un rumbo aparente en la vida. Además, es una especie de femme fatale extraña, pues no encaja en el molde de la típica que desborda sensualidad, al estilo de Flora Martínez en Rosario Tijeras. Aterriza el personaje en una mujer de atractivo promedio y aspecto descuidado, pero que se vale del sexo para dominar y confundir a los hombres. Es un universo interesante, una película hecha, tal vez, con las mejores intenciones, pero con resultados desafortunados en pantalla. La labor, que sin lugar a dudas es admirable e inspiradora, pudo haberse desarrollado con más limpieza en la estética visual y dramatúrgica sin que ello elevara los costos. Una mujer recibió el Premio al Mérito en The Indiefest Film Awards 2016. En el país no se exhibió en salas principales. En Bogotá tuvo su estreno comercial en la Cinemateca Distrital y en Cine Tonalá. En medellín, en el MAMM y en los teatros Sala Sentidos y Matacandelas; en Manizales, en cinespiral y en Barranquilla, en Cámara Oscura. Si bien el arte surge cuando es genuino, la falta de recursos es una limitante que, en el caso de Una mujer, terminó por sacrificar la calidad. Tener 1.000 dólares para rodar un largometraje no justifica errores de la narrativa, coherencia en diálogos y construcción de personajes. La historia se desarrolla en un ambiente de jóvenes bogotanos que desde el acento, los modismos y las costumbres son fieles a su procedencia, hasta que, en una conversación entre amigos, usan el término ‘resaca’ para referirse al ‘guayabo’. El pequeño detalle no resulta ser un pecado mortal en el cine, pero es disonante y hace que el personaje pierda fuerza y credibilidad. Lo que sí es un grave olvido es obviar que un bebé de dos años llora si lo raptan. La protagonista, que abandonó a su hijo cuando este tenía tres meses, vuelve al país y decide llevárselo a escondidas, lo alza sin que él la desconozca, lo somete a un viaje largo hasta un pueblo de tierra caliente y el niño ni se inmuta. Solo llora un poco en la noche y se duerme cuando le dan tetero. Entre otras cosas, ¿de dónde sacó el tetero, los pañales y demás útiles para atenderlo si el plan de robárselo surgió de un momento para otro? Además, pretende llevárselo para Argentina. Por más descuidada que sea es muy difícil creer  que jamás tome alguna medida para que no le prohiban la salida de su hijo en la frontera. La solución fue muy fácil: terminar la historia sin dar solución a ese detalle. Un final vacío que ni cuenta ni concluye la historia.Por otro lado, la madre sustituta del niño es un personaje totalmente plano. Es buena gente porque sí. Jamás tiene una transformación, carece de matices y está en la historia como un elemento gratuito que facilita la trama, pero sobra. La historia está llena de pequeños olvidos y personajes movidos por fuerzas incoherentes.La fotografía, por su parte, parece ser una mezcla de las iluminaciones que encontraron en el momento que fueron a grabar.  Hay cambios de luz en una misma escena, cortes bruscos sobre el mismo plano, inestabilidad en la cámara, desenfoques constantes y errores desproporcionados de continuidad hasta en el sonido.  Estos elementos, que en casos como el de Godard, en Sin Aliento, respondían a una inquietud dramática por evidenciar el proceso de realización y experimentar con el montaje, aquí responden más bien a un descuido estético, evidente carencia de técnica y recursos, y a una decisión de hacer lo que se pueda con lo que hay. Aunque este modelo de producción funciona, en el caso de Una mujer no fue así. Una determinación respetable, pero que por sí misma deja en claro que menos fue menos.