Cuando se anunció hace dos años, Rogue One causó curiosidad entre los fanáticos de la saga creada por George Lucas en 1977. Por primera vez, habría una película dentro de ese universo por fuera de la historia oficial, que gira en torno a la dinámica disfuncional de la familia Skywalker. Se trataba de una oportunidad de oro para crear una experiencia distinta y entretenida, tanto para los fans como para los no iniciados, haciendo uso de los cimientos mitológicos y estéticos de La guerra de las galaxias.Pero no. Los guionistas Chris Weitz (American Pie) y Tony Gilroy (The Bourne Identity) en cambio optaron por satisfacer, o más bien intentar satisfacer, solo a los fans de la saga. Así, la experiencia de ver Rogue One es radicalmente distinta para quienes conocen bien la historia de La guerra de las galaxias y para quienes apenas han visto algunas de las siete películas anteriores. Pues este largometraje, dirigido por Gareth Edwards (Godzilla, 2014), se inmiscuye de manera un tanto críptica dentro de la narrativa de sus predecesoras. Es, en otras palabras, una especie de Episodio 3½, un apéndice que esclarece (para los fans) un detalle de Episodio IV: Una nueva esperanza (1977). Eso no quiere decir que se trate de una película mala, si bien palidece en todos los sentidos cuando se compara con Episodio VII: el despertar de la fuerza (2015), un largometraje cuyo ritmo y dirección general descrestó hasta a los escépticos, quienes le habían perdido fe al mundo de La guerra de las galaxias tras las desastrosas precuelas que Lucas dirigió entre 1999 y 2005. Rogue One es una película aceptable. Entretiene sin cautivar: aunque por momentos demasiado largas, las escenas de guerra descollan por el nivel de producción, mientras que los personajes -si bien hay demasiados- ayudan a atrapar la atención al espectador (en especial el villano, interpretado por Ben Mendelsohn, una grata sorpresa para los seguidores de la serie Bloodline).

Las falencias, por otro lado, son varias. Primero, el comienzo revuelve en cuestión de minutos tantas secuencias (por el momento) desconectadas que incluso los fans de la serie terminan un poco confundidos en cuanto a qué está pasando. Ese acelere, a su vez, significa que el espectador no tiene la oportunidad de desarrollar un lazo emotivo con el personaje principal, la clave del éxito de Episodio IV y de Episodio VII. Si en estas dos últimas la cámara detalla el diario vivir de los protagonistas durante buena parte de sus respectivas primeras mitades, Rogue One apenas esboza la figura (y la crisis) de Jyn Erso, la heroína, quien además parece indiferente a los sucesos que la rodean durante buena parte del largometraje. Al mismo tiempo, fue un error haber encajado la película dentro del engranaje de la saga. Por haber hecho eso, la trama perdió toda tensión narrativa. El desenlace resulta evidente para los fans desde por lo menos la mitad de la película. Así, Rogue One se asemeja más a un bien ejecutado show de fuegos artificiales que a, digamos, una película donde el espectador está dispuesto a invertir sus emociones en la esperanza de que, contra todo pronóstico, el puñado de héroes puedan vencer al malvado imperio. De todas formas, cabe destacar que el final emociona, un hecho que no se debe tanto al guion, sino a esa extraordinaria capacidad que tiene Hollywood para orquestar resoluciones al tiempo melodramáticas y emocionantes.Con algunos momentos de humor propiciados por el nuevo drone (una estampa de las películas de La guerra de las galaxias), una historia de amor a medio cocinar y una serie de guiños a la trilogía original (piénsese la escena de la cantina), Rogue One es una película digerible pero, sobre todo, una oportunidad desaprovechada. Ojalá los futuros spin-offs de La guerra de las galaxias se atrevan a presentar historias originales, distintas, que enriquezcan y profundicen el universo de Lucas y que no opten, como en este caso, a solo satisfacer a quienes ya le tienen cariño a ese universo.