Las reflexiones de Tilda Swinton alrededor del cuerpo empezaron temprano en su vida. Su padre era hijo de general, nieto de general, y así por siglos: la familia Swinton es una antigua familia de políticos y generales anglo-escocés, cuyo linaje se puede rastrear hasta la Edad Media. El padre, entonces, siguió el camino de su padre, de su abuelo, de sus antecesores, y en 1944 o 1945 partió a una misión en Francia en la que rápidamente resultó herido. Por voluntad propia, dejó el hospital en que se recuperaba y volvió al frente con una herida en el hombro. Un día recibió un disparó y perdió una pierna.

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En el documental The Seasons in Quincy: Four Portraits of John Berger, Tilda Swinton le cuenta esa anécdota a su amigo John Berger, reconocido teórico, crítico y escritor inglés fallecido hace exactamente un año. Ambos comparten haber sido hijos de combatientes.

“Mis hermanos y yo crecimos con este hombre de una sola pierna, que, sin embargo, nunca se refirió al hecho de que tuviera solo una pierna”, cuenta Swinton. “Hasta los 85 años logró ser un hombre increíblemente activo, y nos reíamos de que probablemente en cualquier momento podría caerse por una escalera. Pero su negación de esa herida ha sido siempre una historia muy fuerte en la familia”.

Tilda Swinton, en cambio, creció para abrazar su cuerpo, para afirmar con firmeza y orgullo su propia extrañeza: 1,79 de estatura, piel extremadamente blanca, cuello largo, espalda ancha, cabeza pequeña, facciones afiladas que se endurecen o se suavizan dependiendo de si sonríe o frunce el seño (dependiendo, en otras palabras, del personaje); ojos claros, casi sin pestañas, casi sin cejas. Una andrógina desde siempre. Cuando era joven tenía el pelo muy largo. Hoy lo tiene corto, y ese pelo ha sido rojo, rubio, negro, blanco... Cuando era joven también se lo dejaba en las axilas y lo mostraba con orgullo a través de la cámara de Derek Jarman, el primer director con que trabajó. Como varios de sus personajes, Swinton parece no envejecer.

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Swinton se llama Katherine Matilda Swinton y nació el 5 de noviembre de 1960 en Londres, el mismo día y la misma ciudad en que John Berger había nacido 34 años antes. No le gusta decir que nació allí porque se siente más escocesa que inglesa. Como lo ha insinuado en entrevistas y documentales, la idea del centro hegemónico no le gusta. Prefiere la periferia.

Por eso mismo hoy vive con su pareja y sus dos hijos de un matrimonio anterior en medio de la nada de unas montañas escocesas. También por eso dice no sentirse como una actriz de Hollywood. Es más, Swinton no se siente ni siquiera actriz: “Cambiar de apariencia es un derecho que me otorgo. Travestirse y actuar, ahí está para mí todo el interés. Se puede decir que los dos conspiramos para ese transformismo”, dijo en una entrevista refiriéndose a Jim Jarmusch, director de Solo los amantes sobreviven. “¿Querés decir que la vestimenta es una herramienta?”, le preguntan. “No, eso es lo que dirían las actrices. La vestimenta es más bien un fin en sí mismo”.

Más que una actriz, Tilda Swinton es una performer, y su cuerpo es el terreno de ese experimento. “Un fin en sí mismo”. Por eso la suelen comparar con David Bowie. Por eso, por su androginia y por un ligero parecido físico, por una amistad esporádica, por haber participado en uno de sus videos pocos años antes de que muriera, y por ser un icono gay, a pesar de tener una pareja heterosexual estable. También por tener un ojo un poco distinto al otro (esa falta de simetría que es tan rara y que es tan bella) y por ser, además, un referente de la moda. Swinton es una figura apetecida por diseñadores como Yves Saint Laurent y Karl Lagerfeld de Chanel. En 2003, la casa holandesa Viktor & Rol le dedicó una colección, y en el desfile hizo con las modelos copias de Swinton.

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Bowie y Swinton se ganaron la atención del mundo por raros y extravagantes. Y tanto Bowie como Swinton, por último, hablan (hablaban) con una lucidez muchas veces ajena a la fama. Sus interesen siempre fueron más allá del estrellato.

Travestismo consciente

La carrera “performática” de Swinton (que ya cuenta incluso con The Maybe, una pieza en que duerme en una pecera ante el público del MoMa y otros espacios de arte) empezó en 1986. Ese año se estrenaron Egomania, del alemán Christoph Schlingensief, y Caravaggio, del inglés Derek Jarman. Ambos directores fueron artistas visuales antes que cineastas, y ambos hacían películas con diálogos escasos y sin una narrativa lineal: películas de autor en las que la imagen, cargada de simbolismo y emociones, prevalecía sobre la historia. Swinton dice que por eso, si de sus primeros trabajos se trata, no se puede hablar de actuación sino, precisamente, de performance.

Después de Caravaggio, Swinton actuó en todas las películas de Jarman hasta su muerte: Aria, The Last of England, War Requiem, The Garden, Edward II, Blue y Wittgenstein. “Él me dio la oportunidad única de descubrir lo que me interesaba, sin importar lo que yo no era. Para mí no hay duda: no estaría actuando si no fuera por Derek. Estaba a punto de no volver a hacerlo cuando lo conocí. No había una película en ese momento en la que sintiera que podía estar, y no quería ser una actriz industrial. Él fue la primera y única persona que dijo: ‘Bueno, está bien, construyamos solo sobre lo que te interesa’. Todas mis referencias eran películas mudas, así que eso significaba estar en silencio, para empezar. O simplemente moverse, o mirar dentro la cámara. ¿Quién más permitiría eso?”.

Muchos años después, en 2008, Swinton participó en un documental en honor a su maestro. “En ese entonces el mito prevalecía: aquel según el cual había un solo mainstream”, dice ella en la película. “Aun así éramos felices porque nuestra audiencia estaba ahí, afuera. Nadie en Inglaterra creía que fuésemos a triunfar, nadie creía que haríamos plata. Qué bendición, qué gracia no ser considerado un producto nacional”.

Ese documental muestra a Jarman también como una figura en sí misma marginal: maltratado en la infancia, luego joven pobre, gay, VIH positivo, políticamente muy activo y rebelde, artísticamente radical y experimental.

Jarman murió en 1994 a los 52 años. Hasta entonces, Swinton había hecho su carrera casi exclusivamente con él. Ha dicho que fue difícil hacerse a la idea de trabajar con otros directores. Pero con el tiempo descubrió que había otras personas que tenían cosas por decir, y que también con ellas podría construir una relación entre director/actor similar a la que construyó con Jarman. “Yo escojo a un director, no a la película”, ha dicho en repetidas ocasiones. Y en una que otra entrevista ha expresado que construye esas relaciones de complicidad también con los diseñadores de modas que la visten.

En 1992, un par de años antes de la muerte de Jarman, se estrenó Orlando, un proyecto que nació del interés mutuo por un libro: la novela homónima de Virginia Woolf. Sally Potter, la directora, que había conocido a Swinton a través de Jarman, le propuso que se reunieran. Puso la novela de Woolf sobre la mesa y le dijo: “Esto es lo único que tengo por ahora”.

Pasaron varios años pensando juntas en cómo sacar el proyecto adelante, sin dinero y en una época en que abundaba el cine “del disfraz”, como lo llama Swinton tratando de no sonar despectiva: un cine en el que aparecen los disfraces de manera casi gratuita. Ese proyecto, independiente hasta los huesos, se convirtió paradójicamente en la producción que permitió que un público más amplio volteara la mirada hacia Swinton. Con Orlando empezó su acercamiento, siempre cauteloso, a la industria cinematográfica comercial.

Orlando empieza así: “No puede haber ninguna duda sobre su sexo, a pesar de la apariencia femenina a la que todo hombre joven de la época aspira. Y no puede haber ninguna duda sobre su crianza: buena comida, educación, una niñera, soledad, aislamiento”. Orlando, como la novela, es una película sobre el género, la ambigüedad y la trascendencia, esta última simbolizada mediante la fantasía de la inmortalidad. Y Orlando, el personaje, es monstruoso en tanto andrógino y ambiguo, y en tanto inmortal. Al menos por lo primero, Swinton era perfecta para el papel.

La película empieza en 1600. En su lecho de muerte, la reina Isabel I le entrega al joven Orlando tierras, riqueza y un castillo bajo la promesa de “no desvanecer. No marchitarse. No envejecer”. Orlando cumple y vive por siglos en el castillo, en donde se esfuerza para convertirse en un poeta de aquellos que trascienden.

En la primera parte de la película, Orlando es un hombre que estira las reglas. Se enamora de una extranjera y desafía así su compromiso con otra mujer, su posición, las convenciones. Pero una mañana, Orlando las desafía, sin quererlo, aún más radicalmente: amanece transformado en mujer.Con ese nuevo cuerpo aparecen juicios y demandas en su contra, basados en la supuesta mentira sobre su sexo. Orlando es culpado de siempre haber sido una mujer. Por lo tanto, alegan, no tiene derecho a la tierra o cualquier herencia: “Ahora que no hay duda de tu sexo, lo pierdes todo”. El tema de la ambigüedad aparece como una molestia digna de castigar a través de comunicaciones oficiales. Es el poder ejerciendo presión desde lejos, un poder que necesita individuos definidos para funcionar. Nada puede escapárseles a las reglas artificiosas, impuestas sobre el mundo, en vez de creadas a partir de él, de su diversidad y extrañeza.

Los siglos que le siguen a Orlando son fatigosos y pasan rápido: cortes, guerras, desamores. Pero al final, después de la guerra, Orlando se convierte en escritora. Es como si sus largos 400 años de vida hubiesen sido la preparación necesaria, la experiencia justa, para por fin convertirse, en el siglo XX, en la escritora respetable que siempre quiso ser. También es madre soltera. Aflora con fuerza su feminidad, sin perder la androginia que la caracterizó desde el principio.

La película termina así: “Ella, porque no puede haber ninguna duda sobre su sexo, está visitando, por primera vez en 400 años, la casa que finalmente perdió. Ella todavía tiene ciertos privilegios naturales, por supuesto. Es alta y delgada, con una apariencia ligeramente andrógina que muchas mujeres de la época desean tener. Ella, además, ha vivido 400 años y no ha envejecido un día. Y como esto es Inglaterra, todos pretenden no darse cuenta. Pero ha cambiado. Ya no está atrapada en el destino. Y desde que dejó ir el pasado, encontró que su vida estaba empezando”.

Y para terminar, una canción del icono gay de los años ochenta Jimmy Somerville: “I am coming! I am coming! / Here I am! / Neither a woman, nor a man”.

Deliciosamente anormal

Tilda Swinton también es inmortal en Solo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive), de Jim Jarmusch, una película sobre una pareja de eternos amantes vampiros, seres fantásticos, al mismo tiempo aislados y dependientes del mundo. Pero Eve (Tilda Swinton) y Adam (Tom Hiddleston) ya ni siquiera atacan para su sustento, pues los humanos han puesto en peligro su propia sangre, y la sangre contaminada pone en riesgo la inmortalidad. Este par de monstruos experimentados (especialmente en Eve, que tiene 3000 años, se hace visible la relación entre experiencia y sabiduría) de nombres bíblicos están, a pesar de su extraña belleza y la admiración que despiertan, aún más aislados que los vampiros de siempre, y se ven aún más amenazados por el mundo que Orlando. El legendario vampiro, en la película de Jarmusch, es un monstruo vulnerable.

Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch.

Entre Orlando y Solo los amantes sobreviven hay varios años de por medio, y muchas películas. Justo en esos años, Swinton se acerca a producciones más comerciales: La playa (2000), con Leonardo DiCaprio; Vanilla Sky (2001), con Tom Cruise; Constantine (2005), con Keanu Reeves; Las crónicas de Narnia en sus diferentes entregas; Michael Clayton (2007), con George Clooney, papel con que ganó un Bafta y un Óscar. Más adelante llegaron directores que se mueven entre lo comercial y lo independiente, como Wes Anderson y los hermanos Coen. También esos fueron años en los que empezó a construir relaciones más firmes y constantes con directores como Jim Jarmusch y Luca Guadagnino.

Con Yo soy el amor (Io sono l’amore), de Guadagnino, y otra película de 2011, Tenemos que hablar de Kevin (We Need To Talk About Kevin), aparecen dos personajes con otros sentidos de lo monstruoso: la madre imperfecta. En un caso, Swinton es la esposa modelo que traiciona a los otros y se traiciona a sí misma, y cuyo error de alguna manera conduce a la muerte de su propio hijo. En el otro, es la madre corrompida por excelencia: aquella que no entiende a su hijo, aquella que duda de su amor por él y, sobre todo, aquella que ha engendrado un verdadero monstruo. Un asesino.

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La capacidad de moverse de una orilla a otra, no solo en cuanto a los papeles que asume sino a ella como persona y como artista en un sentido amplio del término, pone en crisis uno de los grandes mitos de la cultura: la idea de identidad y estabilidad. “Hablar de ‘monstruosidad’ en el caso de Tilda es hablar de la diferencia”, dice Diana Bustamante, directora del FICCI. “Los monstruos, por regla, están fuera del estándar. Swinton no es solamente una belleza física fuera del estándar de una mujer bella, con cierta estética dictada por un modelo social, un sistema de consumo. También encarna la ‘anormalidad’ de hacer una carrera. Empezar con Derek Jarman tiene todo un sentido, pero a partir de ahí, tener la claridad de qué clase de cine le interesa es también un rasgo de particularidad (anormalidad, más bien) que sorprende. Por supuesto que Tilda no es monstruosa [en un sentido literal], pero sí es decidida y deliciosamente anormal”.

Tilda Swinton es una imagen de la fluidez, de lo que no puede ser encerrado en un patrón o en una norma fija.

* Filósofa y literata.