A diferencia del Estado, el fútbol parece alcanzar los más olvidados resquicios del país. Su algarabía, vítores, cantilenas, colores y símbolos tienen la virtud de plasmarse en las paredes, los parques y los suelos, incluidos los espacios más apartados, marcados por la pobreza, donde los horizontes no son tan cristalinos. En el documental La Fortaleza, de Andrés Torres, bien puede evidenciarse esa realidad, centrada en el barrio La Cumbre, de Floridablanca, Santander, donde campea el abandono estatal junto con la exacerbada pasión por el Club Atlético Bucaramanga.
Tres habitantes adolescentes de aquel barrio, Jorge Jácome, Carlos Córdero y Julián Cepeda, que hacen parte del denominado parche La Mulera, se embarcan en una travesía desde Bucaramanga a Popayán, a acompañar a su equipo en el partido que, de ganar, lo hará regresar a la máxima categoría del fútbol colombiano, luego de haber descendido siete años antes. El documental retrata la realidad de estos tres personajes, que es igual a la de muchas otras regiones de las periferias de las ciudades del país, y su motivación casi religiosa en torno al equipo auriverde. Vemos a los jóvenes deambular por las calles; hacer seguimiento a los lugares del barrio que se han tornado sagrados por contener la imagen de su equipo, un escudo con un leopardo rugiente, y, en medio de sus pláticas, soñar con la victoria, como si de ellos, de su pasión, dependiera el destino del balón. No se percibe en sus palabras algo cercano a un propósito de vida ni se ve en su entorno algo que pudiera acercarse a ello; en sus horizontes, desde ese presente, desde las lomas polvorientas, solo importa el fútbol, ni siquiera como deporte, sino como culto, que hallan entronizado en la Fortaleza Leoparda Sur, la barra brava a la que pertenecen y quizá el único ente en el que encuentran un lugar. “El fútbol es pasión y no hay vida sin el fútbol”, dice Jorge, mientras le tatúan en el vientre el escudo del Atlético Bucaramanga.
Y en esa realidad no pueden faltar, por supuesto, quienes aprovechan el poder de convocatoria de las barras bravas, como los ávidos candidatos a puesto públicos, que se disfrazan con la camiseta del equipo, ese símbolo que obnubila, para hacer proselitismo y buscar los votos, engullirlos, y después abandonar el barrio a su propia suerte. Y también los no menos cuestionables líderes de las barras con discursos que enaltecen la violencia: “Acá en Bucaramanga hemos ganado combates monumentales y hemos mandado tuertos para Medellín (…) De otras ciudades se nos acercaban y nos decían: mis respetos, La Fortaleza, ¡qué carelocos, qué cuchilleros, qué parados! Lo que es ver 2.500 rojos botarse por la 14 a tratar de humillarnos y corrernos en nuestra propia cancha y ver los mismos subir por esa 14 cagados de la mierda y llenos de cuchillo”. “La fila es un retrato del capitalismo en el tercer mundo”: Carlos Osuna El registro de los tres adolescentes y sus andanzas no se hace desde distancias temerosas, como si se filmara a animales salvajes. Todo lo contrario, el lente es cercano a los personajes y a su entorno. Los acompaña en su ritualidad: al principio en la habitación de Jorge, desde que en la mañana despierta y se prepara para emprender el viaje, la meta más próxima de su vida, y luego al cementerio, donde visitan a un compañero caído en alguna de sus batallas; dejan allí, sobre la loza, el “trapo” auriverde con el nombre del fallecido tejido en la tela, y soplan entre los resquicios de su tumba el humo de la marihuana, como si con ella se reafirmara un vínculo de amistad eterna. Después del particular homenaje, la cámara se aventura con ellos a cazar mulas y a devorar tramos de una carretera de 892 kilómetros hasta Popayán. De repente la película se convierte en una road movie, y con ello la cámara hace más notoria su presencia, se vuelve otro personaje, silencioso y trémulo. La vemos encaramarse, junto con los viajantes, a las entrañas de los camiones o descender de ellos, y llegamos a adivinar su sombra sobre el pavimento, y sentimos su avidez por los detalles: una mano que con un cuchillo graba sobre la madera el escudo del equipo, un ave herida que pretenden salvar, el relieve de un tatuaje.
La carretera es entonces la arteria narrativa que va conduciendo el propósito de los personajes, ese propósito que a pesar de los riesgos y el peligro del azar de la travesía es un aliciente en la incertidumbre de sus vidas. De ahí quizás el epígrafe del documental, un fragmento del poema “Una carta rumbo a Gales” de Juan Manuel Roca: “Me habitan las calles de este país para usted desconocido, este país donde caminar es emprender un largo viaje por la llaga. Aquí crecen la rabia y las orquídeas por parejo. Es este país una confusión de calles y de heridas”. Hasta que por fin llegan al centro de la pompa y la algarabía, de la música barrista, los colores y la euforia, donde se debate el equipo por el cual han sacrificado su energía, que vemos a lo lejos, desde las graderías, como un personaje secundario, casi un extra, pues aquí los protagonistas son los de atrás, los que saltan la valla, los que deben regresar por el mismo camino al mismo lugar donde serán de nuevo olvidados. 10 películas para entender el malestar social en Colombia (y América Latina)