Tal vez la historia de la recepción de Vértigo (1958) —para muchos la gran obra maestra de Alfred Hitchcock— sea análoga a la experiencia de John “Scottie” Ferguson, su protagonista: en un primer vistazo todo puede leerse como un simple enamoramiento o la historia de un misterio descabellado. Pero vista de nuevo, con ojos paranoicos, Vértigo se convierte en un inquietante estudio sobre la observación, el control y la creación. Scottie —con Judy Barton— y la cinefilia —con la propia película— logran un pequeño acto de resurrección: volver a observar y recrear aquello que en un principio se creía concluido.   Estrenada el 9 de mayo de 1958, Vértigo fue recibida con la tramposa calidez de quien da las cosas por sentado. Muchos alabaron la dirección de Hitchcock, su magistral puesta en escena, pero varios críticos, también, señalaron su argumento como “una historia de misterio más” y una trama “demasiada extensa que revela su misterio a medio camino”. John McCarten, crítico en ese entonces de The New Yorker, la calificó como “un sinsentido” y Orson Welles la desestimó como una de las peores películas de Hitchcock. No ayudó a la reinterpretación de la película que el propio Hitchcock decidiera sacarla de circulación en 1973. Solo hasta 1983, tres años después de la muerte del director, Vértigo pudo volver a exhibirse con libertad absoluta. Su estreno en video para difusión global y su inclusión en el patrimonio fílmico de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos en 1989 lograron darle una segunda oportunidad a la película. Así como el detective “Scottie" Ferguson anhela una segunda oportunidad para admirar a la mujer que ama, la película fue aclamada no solo como una de las obras maestras del director británico, sino que fue votada en 2012 por críticos del todo el mundo como la mejor película de la historia del cine en la encuesta de la revista Sight & Sound; El ciudadano Kane, la ópera prima de Orson Welles, pasó a un segundo lugar luego de décadas de consenso.

La mirada creadora, la mirada renacida Vértigo, probablemente como toda obra que inaugura un paradigma, exige una mirada paranoica. No es un capricho ni una sobreinterpretación. Para corroborarlo solo basta con emular la mirada de Scottie para darse cuenta de que solo a través de la paranoia —es decir, la mirada que vuelve sobre sí misma porque sabe que todo está cargado de un sentido múltiple— es que salen a la luz los hilos que componen su misterio. Desde los créditos iniciales la cámara nos lleva al interior de un ojo para señalar no solo su tema sino su modo de lectura: al ver el ojo que nos mira se nos revela también que todo sucederá en una vía doble. Observaremos al hombre que observa con obsesión a una mujer por las calles de San Francisco. Entenderemos, en su secuencia inicial, que la mirada de Scottie Ferguson sufre también una distorsión: el vértigo producto de la acrofobia que lo aqueja. Al no poder ver el mundo desde arriba —la mirada omnipotente por excelencia— Scottie se ve obligado a leer el mundo con la limitación de su propia altura. Y esta será su flaqueza, su gran debilidad, porque su mirada limitada será el escenario de una compleja puesta en escena: Gavin Elster, un viejo conocido de Scottie, lo contacta para pedirle que siga los pasos de su esposa Madeline, de quien sospecha está poseída por el espíritu de una mujer muerta. Scottie accede a la petición de su viejo amigo. Lo que acontece luego son unas elaboradas secuencias de persecución por las calles de San Francisco en las que Hitchcock construye no solo la curiosidad del personaje de Jimmy Stewart, sino que, en silencio, construye también la equivalencia más importante de la primera parte de la película: nosotros, los espectadores, somos Scottie Ferguson. El espectador, como el detective, sigue y persigue con la mirada. El espectador, como el detective, lee el mundo desde los hechos que se le presentan. El espectador suspende su incredulidad para que el director de cine —o el asesino Gavin Elster— nos logre convencer del peso de la realidad construida para nosotros. Y nosotros, con Scottie, aceptamos. ¿Cómo no confiar en nuestra propia mirada? Aceptamos que Madeline es Madeline, porque así se nos ha dicho, así su actriz se llame Kim Novak y nada de esto tenga un sustento real. Aceptamos la distorsión porque es el pacto que firmamos al ingresar a una sala de cine. Aceptamos la historia fantasmagórica de Carlotta Valdés y su propensión al suicidio. Aceptamos también, con Scottie de nuestro lado, la muerte de Madeline que cierra la primera parte de la película y nos dolemos con él por su pérdida. Prácticamente catatónico en un sanatorio, Scottie tiene la mirada perdida y solo las notas de Mozart llenan su realidad inmediata: ver el mundo se ha vuelto doloroso. Le puede interesar: Hitchcock y los peligros del voyeurismo digital Pero como Vértigo es la película de la mirada que vuelve sobre sí misma, estamos obligados a mirar de nuevo. Scottie, buscando restaurar su pérdida, insiste en encontrar en su realidad inmediata los objetos que previamente habían construido la puesta en escena que habitó y amó: el automóvil verde que conducía Madeline. El vestido gris. El bouquet de flores. El museo con la pintura de Carlotta Valdés.  Todo el decorado persiste, pero el sentido se ha desplazado con la muerte. Sin embargo, como si de entre los muertos surgiera una segunda oportunidad, Scottie, y nosotros con él, vemos de nuevo a Kim Novak —porque en efecto somos conscientes de que es sólo una actriz en una película— y Scottie se separa de nosotros. Es allí, en la segunda parte de Vértigo, donde el espectador supera la acrofobia y puede mirar por encima de su protagonista y ver la verdad revelada. Sobre el minuto 98, un flashback nos explica el elaborado plan de asesinato ingeniado por Gavin Elster. Scottie sería el testigo perfecto: su acrofobia le impediría subir la torre. Su mirada vería solo lo necesario. Al desplazar la mirada de Scottie, y con él la del espectador, Gavin Elster (y Hitchcock) pueden crear una trama verosímil. Scottie, sin embargo, al separarse de nosotros, también se separa de su condición de observador y se convierte en creador. Luego de un sueño —rodado por Hitchcock como una gran secuencia expresionista— Scottie ahonda en su obsesión por moldear su realidad y le exige a Judy Barton que, como una figura semejante al Pigmalión, sus vestidos y sus formas se asemejen a las de la difunta Madeline Elster.

Las secuencias en la habitación verde del Hotel Empire donde se aloja Judy Barton, famosas ya por la expresión de sus colores y los movimientos de la cámara de Robert Burks, nos recuerdan que el poder latente del espectador —del voyerista que mira con deseo— está en el poder creador de su mirada. El acto de observar es, también, el acto de imaginar y, en consecuencia,  se transforma en un acto que potencia el mundo y sus posibilidades. Scottie se convierte en creador de su mundo inmediato y con él se acerca al equilibrio que creía perdido. Solo un detalle —porque toda puesta en escena se compone de detalles— tira por la borda su mundo creado: el collar que Judy Barton lleva puesto revela para Scottie que él también fue moldeado y creado por otro. Su tragedia, haciendo justicia a una película sobre la mirada y los dobles, será ver dos veces la muerte de la mujer que ama. Como el creador que no logra reconocer que toda creación se escapa a cualquier intento de control, Scottie quiere recrear el contexto del asesinato de la primera Madeline, dando paso a su tragedia. La pérdida se hace concreta y final. El último fotograma de la película es el de Scottie sobre el borde del campanario mirando hacia abajo —quizás superando finalmente su acrofobia— pero quien lo mira de vuelta no es más que el abismo del amor perdido. No es entonces una película más con un “misterio descabellado” que recae en el “sin sentido” de un elaborado plan de asesinato. Mirar Vértigo desde la planicie de su trama es como ser voyerista y quejarse por el tamaño de la ventana. Su maestría está en forzarnos en ver la mirada y reconocer en ella su potencial creador. No en vano Vértigo ha sido también leída desde la analogía de la cinefilia: Gavin Elster, como Hitchcock, produce una puesta en escena para ser observada por el detective que hace las veces de espectador. Scottie, al enamorarse de la realidad creada para él, decide convertirse en creador. Su legado, en esa medida, es puramente cinematográfico: el cine y sus dispositivos se entienden en Vértigo y encuentran en ella un sentido propio. Sus formas y sus distorsiones nos llevan a pensar la mirada y su potencial creador. Que cada quien juzgue, desde su propia paranoia, si Vértigo es o no la más grande película de la historia del cine. Probablemente la hipérbole no tenga importancia. Su valor, quizás, está en hacer renacer nuestra propia mirada. ‘Vértigo’ es la segunda película del ciclo de Clásicos para Obsesivos Compulsivos de Cine Colombia. Tendrá dos funciones en salas seleccionadas del país el martes 9 y el domingo 14 de abril. Conozca la programación completa haciendo clic aquí.