Mi padre, como muchos padres en Colombia, me decía de joven que aprender a domar un caballo, para montarlo bien, era esencial para la vida. Al caballo se le doma intimidándolo, asustándolo: el látigo sutilmente lo amenaza, como la levantada de la mano a un niño, y el potro corre y corre en círculos, sin poder librarse del cabezal ni alejarse de la amenaza. Agotado, después de un largo rato claudica, se agacha, se rinde, deja de pretender ser autónomo. El domador entonces le da afecto, lo acaricia, le da una zanahoria, lo hace sentir bien; pero al segundo lo vuelve a intimidar. Esto se repite una y otra vez hasta que el potro pierde cualquier sentido de autonomía y se somete a la voluntad del jinete: la dupla se ha creado.
Muchos, con razón, se preguntarán por qué escribo sobre domar caballos, cuando el tema son las tutelas que van a demorar al Gobierno en la implementación de una verdadera estrategia de transformación de los territorios plagados de plantaciones de coca. La detestable aspersión y la erradicación forzosa no deberían ser el debate ni el foco de atención. Miremos a Tailandia, donde el Gobierno logró acabar con la producción de heroína a través de invertir en esas regiones y darle a la gente seguridad y claros derechos de propiedad sobre sus tierras. Plan que fue factible porque todos sabían de la voluntad y recursos para transformar el territorio concertadamente. Y la claridad de que la decisión política era definitiva y la fuerza era la alternativa.
Quienes vivimos resguardados en la ciudad podemos cuestionar las cosas demasiado fáciles. En los territorios marginados de Colombia, la libertad y autonomía que muchos de nosotros disfrutamos, y que damos como un hecho, son inimaginables para poblaciones enteras. Las cicatrices de las masacres de paras y guerrilla y los sistemáticos homicidios de líderes sociales son parte de ese sistema de dominación que controla la vida de millones de compatriotas a lo largo del país. La gente de Caucasia, por ejemplo, tributa a fuerzas distintas al Estado, y sabe que la sanción por desobedecer o porque se llegue a dudar de su sumisión al régimen es brutal; el río Cauca es testigo y destino de quienes desafían a las furias que los dominan. Así, a muchos nos doman.
La mata que mata, más que una decisión comercial o de negocio para el campesino, es el reflejo de cómo opera el poder en lo local, que no va a ceder sin garrote.
Esto explica por qué en Colombia es natural hablar y preguntar, en ciertos círculos. ¿Usted de quién es? ¿Quién es su padrino? La gente aprende, como el caballo con el cabezal, que su voluntad no cuenta, y la obediencia es su única alternativa. Y el caballo por más fuerte que sea no hace trizas el cepo, porque la verdadera cadena ya está en su mente. La fuerza y la violencia, desde la más bruta –un disparo– hasta la más sutil –una mirada de rabia, una fría distancia–, son parte de esas herramientas que frecuentemente usamos, a veces sin caer en cuenta, para imponernos ante otros, o de las que somos víctimas hasta que perdemos la autonomía. Así, aprendemos a llevar ofrendas al poderoso, a agradecer que nos ampare, a anticipar sus deseos y buscar darle gusto para satisfacerlo. El macho dominante –porque, aunque hay excepciones, desgraciadamente son primordialmente machos– usa la violencia y se impone.
En las tierras de la coca, las disidencias de las Farc, el ELN, las bacrim, los narcos mexicanos y colombianos, los mafiosos italianos y rusos reinan. Las reglas de juego nada tienen que ver con la ley, y el miedo, la intimidación y la violencia son pan de cada día. Es dentro de esta lógica que se debe enfrentar la erradicación de las plantaciones de coca en Colombia, y evaluar el alcance de los mecanismos disponibles para acabar con ellas, frenar la deforestación que conllevan, y la posterior contaminación del medioambiente por el uso indiscriminado de químicos en la preparación de la pasta de coca.
El proceso de paz creó unas herramientas increíbles para poder recuperar estos territorios, que parten de la base del diálogo, la negociación y el involucramiento directo de la comunidad en estas decisiones, de la mano con inversión estratégica y presencia del Estado para abrir los mercados alternativos y generar desarrollo local y nacional. Por eso, los planes de desarrollo territorial (PDET) son una obligación constitucional para tres Gobiernos consecutivos.
Sin embargo, este diseño institucional partía de un presupuesto que en Colombia no se cumple: la desarticulación de las estructuras violentas y la terminación de su sistema de dominación. Por tanto estamos ante una paradoja compleja: la única forma de recuperar los territorios es darles autonomía a los campesinos para desarrollar proyectos de vida en la legalidad; pero el Estado, en el contexto de los estragos económicos que está teniendo la covid-19, no tiene los recursos suficientes para hacer de la promesa del acuerdo de paz una realidad en el corto plazo, sin un fuerte y decidido apoyo internacional. Mientras tanto, los verdaderos dueños del territorio se fortalecen.
Por eso, aunque la erradicación ideal es la concertada, y la aspersión aérea, una solución detestable –por las implicaciones para el medioambiente y la salud–, son una opción que hay que considerar, por lo menos a corto plazo, para ponerle límite al poder del narco. No es viable la zanahoria de la legalidad y la inversión sin plata.