El mediático chef colombiano Jorge Rausch tiene 52 años. Vivió en Tel Aviv, pagó servicio militar en la frontera entre Israel y Egipto, trabajó en Oxford y, finalmente, se asentó en Bogotá para fundar, junto a su hermano Mark Rausch, el restaurante Criterión, punto de partida de su emporio gastronómico.
Rausch es franco. No se anda con ambigüedades y después de muchos ires y venires con la prensa y la crítica sabe que lo suyo es cocinar como le da la gana, con estilo propio y sin alinearse con lo que indican las tendencias más vanguardistas.
Esta rebeldía también lo ha llevado a otros espacios. El nombre de Rausch se popularizó por su presencia en el programa de cocina MasterChef, donde participó como jurado durante varias temporadas en Colombia, Ecuador y Chile.
El chef colombiano habló con SEMANA de sus orígenes en las cocinas de Inglaterra, del mítico Raymond Blanc y su “escuela de estrellas Michelin” y de cómo todos los estilos gastronómicos son bienvenidos en una ciudad como Bogotá.
SEMANA: Anthony Bourdain decía que abrir un restaurante es el peor negocio de la vida y que, para hacerlo, había que estar algo loco. Usted no tomó ese consejo.
Jorge Rausch (J. R.): Bourdain tenía un poco de razón y un poco no. Hay dos tipos de restaurantes: están los de los restauranteros que se diseñan para producir plata, y están los de los chefs que somos algo más locos y que antes de ganar plata, pensamos en el producto. Es una paradoja.
Muchas veces nos importa más la calidad del producto que la utilidad. Eso hace que sea un negocio difícil de manejar. Claramente, si no hay dinero no hay restaurante -no money, no food-, entonces hay que encontrar un equilibrio. Muchos pelados (jóvenes) no lo logran porque montan conceptos de muy pocos puestos a los precios equivocados y, en ese sentido, Bourdain tenía una parte de razón. Para un chef, a veces, si no está entrenado y le falta experiencia, no solo en la cocina, sino en la parte financiera del negocio, crear un restaurante es lo menos recomendable.
SEMANA: prestó servicio militar en Israel y trabajó en restaurantes con estrellas Michelin, ¿en qué se parece el oficio del cocinero al del soldado?
J. R.: se parecen mucho. La estructura de la brigada de un restaurante es muy similar a la de una brigada militar. Hay un general, que es el chef, y después de esto empiezan a subdividirse en distintos rangos, con sargentos, capitanes... como lo quiera llamar. En una cocina se trabaja igual que en el Ejército: uno primero obedece y después cuestiona.
En un comparativo entre ambos, la cocina es mucho más exigente que pagar servicio militar, de lejos. Se trabaja muy duro, muchas horas, mucha presión, es una labor física. Pero también es lo suficientemente fascinante para quien está tan loco de aguantarlo.
SEMANA: hablando de esa exigencia, usted, en unos años, pasó de estudiar economía en la mejor universidad de Colombia a prepararles durante ocho meses la comida a sus compañeros cocineros en un restaurante de Inglaterra. ¿Eso le golpeó el ego?
J. R.: ¡¿golpe para el ego?! Por el contrario, fue un alivio. Cuando uno hace lo que no le gusta es miserable. Haber encontrado este mundo y haberme ido a cocinar fue liberador. Nada que yo gozara más en ese momento que cocinar. Hacerlo es un acto de generosidad y de entregarle a la gente lo que uno sabe hacer, lo que da felicidad.
SEMANA: la industria gastronómica de Estados Unidos depende en buena medida de la mano de obra migrante. En una sola cocina conviven latinos, africanos y asiáticos. ¿Cuál es el valor de los migrantes en las cocinas del mundo?
J. R.: en el caso de Inglaterra es distinto, sobre todo en donde yo trabajaba, porque era uno de los mejores restaurantes del planeta (Le Manoir, de Raymond Blanc). En ese caso, el 90 % de los cocineros eran ingleses, habían otro poco de franceses y el único latino era yo. En este tipo de restaurantes, ni por el putas se recibían trabajadores indocumentados, los lavaplatos eran indios (nacidos en la India) pero siempre legales.
Los migrantes son fundamentales, pero, a decir verdad, como yo trabajaba con puros ingleses en un restaurante con estrellas Michelin, el ambiente era muy competitivo y cruel. Yo digo que aprendí a cocinar en Hell´s Kitchen. El ambiente donde me formé era como el reality de Gordon Ramsey, pero llevado a la realidad, es decir, más duro.
SEMANA: nada que ver con los programas de Food Network.
J. R.: para nada. La cocina profesional no es un ejercicio romántico. Uno se mete en un servicio de un restaurante y, si hay 100 comensales, son 400 platos y cientos de comandas a la vez. Hay que correr, hay que sudar, hay que montarlos bien, no importa si hay gente enferma, si estamos incompletos. Es un trabajo en equipo donde las secciones (entradas frías, entradas calientes, los pescados, las carnes, las salsas...) deben estar plenamente coordinadas y el sentido de urgencia es tremendo. Si el cliente no recibe sus platos en 45 minutos no le importa y se va. No es un lugar para los débiles, pero pa’l que le gusta, es apasionante.
SEMANA: háblenos más de Le Manoir, el restaurante estrella del mítico Raymond Blanc.
J. R.: Le Manoir es el restaurante del que han salido más chefs con estrellas Michelin del mundo, como Heston Blumenthal, Michael Caines y Éric Chavot, entre otros. Es una escuela de estrellas Michelin. De la gente que trabajó conmigo en ese lugar hay varios muy exitosos y también hay muchos otros que ya no cocinan, algunos muy buenos que dejaron el oficio. Trabajar en un restaurante de estos es un sueño, pero también es duro.
SEMANA: mucho se habla de la Guía Michelin o de la lista The World’s 50 Best, ¿esa presión extra para mantener dichos galardones distorsiona el trabajo de los cocineros?
J. R.: mire que aquí en Colombia hemos tenido la guía de los 50 best, que es muy importante. Criterión ha sido parte de ella (en la categoría de Latinoamérica). Hubo un punto donde sí me sentí condicionado, pero no fue por la lista, fueron los periodistas, la prensa extranjera.
En ese momento, entre 2016, 2017 y 2018, fue cuando entregué la peor comida de mi vida. Entonces yo tenía a Criterión, que era el mejor restaurante de Colombia, y empiezan a llegar estos críticos de España y comienzan a pedir comida colombiana, a pedir ingredientes raros, un poco de mierdas que no piden allá. Nos empezaron a condicionar y yo soy un güevón, caí en la trampa.
Hay un periodista que se llama Ignacio Medina y me criticó porque yo preparo comida francesa noventera, ¿y sabe qué? ¡Eso es lo que yo hago! ¡Eso es lo que me gusta! ¡Eso es lo que aprendí! No puedo estar a la vanguardia todo el tiempo, tengo que tener mi estilo y cuando lo hago, muy poca gente cocina mejor que yo.
SEMANA: ¿qué opina de los cocineros que hacen un trabajo antropológico para crear sus menús?
J. R.: cada uno hace lo que le da la puta gana. El que quiere ser antropólogo, que lo sea; el que quiera hacer comida colombiana, que la haga; el que quiera hacer comida con ingredientes amazónicos, que la haga; el que quiera hacer comida francesa, que la haga; el que quiera hacer comida de autor, que la haga. Hay espacio para todos. No hay nadie que tenga el derecho de criticar eso. Todos cabemos en la ecuación dentro de una gran ciudad como es Bogotá.
SEMANA: Francis Mallmann dice que la cocina es un oficio, no un arte. ¿Está de acuerdo con esa afirmación?
J. R.: sí y no. Yo estoy totalmente de acuerdo con eso de que la comida es un oficio. Y yo, como se dice en francés, soy un obrero de la cocina. Pero hay unos pocos que logran hacer de la cocina un arte. Eso es un hecho. Algunos de esos que convierten la comida en arte son Daniel Humm de Eleven Madison Park, David Muñoz en su restaurante DiverXo, o Ferran Adrià. No todos lo logramos. Yo tengo muy buena técnica, sé cocinar muy rico, pero no me considero como uno de ellos.
SEMANA: y en ese trabajo obrero detrás de los sartenes, ¿qué significa la palabra consistencia?
J. R.: todo. La consistencia lo es todo. Podemos ser creativos, pero en el momento que yo los firmo (los platos) tenemos que tener una calidad estándar. Usted no quiere venir a comer mejor mañana que hoy. Quiere comer igual de bien todas las veces.
SEMANA: para terminar, cuando se retire en Israel, cómo le gustaría ser recordado.
J. R.: lo más importante es que la gente que trabajó conmigo -la que lo logró, hay unos que no quisieron seguir porque es difícil- me recuerden por haberles enseñado algo. Uno deja un grupo de gente fantástica que Dios quiera sean cocineros exitosos. Lo lindo sería eso, que me recuerden por haberles entregado las herramientas para triunfar.