Virgilio Martínez es el cocinero latinoamericano con mayor renombre del mundo. Su restaurante Central (Lima) es un parteaguas en la gastronomía peruana. A través del uso de productos como el cushuro, una cyanobacteria comestible cuyas colonias nacen en las lagunas de altura; la arracacha, un tubérculo andino; y el paiche o pirarucú, un pez de agua dulce amazónico, la cocina de Martínez redefinió los límites de una tradición culinaria que gira alrededor de los ceviches y la comida nikkei o chaufa.
El trabajo de Martínez se resume en unas cuantas palabras: respeto por los insumos. Algo que se repite mucho en el argot gastronómico, pero que el chef peruano sí aplica. Lo mismo una papa que una trufa.
En la más reciente ceremonia de los 50 Mejores Restaurantes del Mundo celebrada este lunes, Central se ubicó como el segundo mejor del mundo.
El chef peruano habló con SEMANA en el marco del VII Foro Gastronómico Internacional de AlimentArte que se realizó en Bogotá. Los temas: el valor de la altimetría en su cocina, su cuerpo cicatrizado y la necesidad de cobrar caro por un plato para investigar mejor.
SEMANA: ¿En su cocina tiene el mismo valor una papa blanca del Perú que una trufa blanca de Italia?
Virgilio Martínez (V.M.): Todos los insumos, cuando entran a la cocina de un restaurante, tienen el mismo nivel gastronómico. Esto lo digo para cambiar un poco el chip de la gente que dice: “cuidemos más una papa o cuidemos más una trufa”. Claro, en el mercado cada uno tendrá un costo distinto, pero todos los productos se tratan por igual.
Una vez tienes esa visión empiezas a cambiar la forma de trabajar los productos y las posibilidades que le encuentras. Nosotros hemos trabajado papas con todas las formas de cocción, hemos innovado con menús que se componen solo de este producto. Todo esto para decir cómo un ingrediente que siempre se ha visto humilde se puede transformar en lujo a los ojos de los demás.
SEMANA: ¿Pero eso ocurre en todas las cocinas?, es un hecho que hay una suerte de estratificación de los ingredientes.
V.M.: No digo que esto sea una regla absoluta, porque se trata de un trabajo mental y hasta filosófico para que suceda. Está claro que hemos nacido con estratificaciones y jerarquías -incluso en los alimentos-, pero algo ha cambiado. Por ejemplo, la quinua peruana era comida para los animales y en un momento determinado pasó a considerarse como un “superfood”. Así pasa ahora con muchas frutas amazónicas de Colombia, con tubérculos, con raíces, cosas que nosotros siempre hemos visto como algo barato pero donde se encuentra el potencial.
En nuestros países tendemos a pensar que lo de afuera es mejor y categorizamos los productos según su precio.
SEMANA: ¿Por qué es tan importante la altimetría en su trabajo como cocinero?
V.M.: Para mí es como una ruta conceptual para generar un orden. Así como uno se organiza en estaciones en una cocina, o se organiza con la siembra y la cosecha, la mejor manera de relacionarnos con la naturaleza es a través de las alturas. ¿Por qué? Porque al entender los biomas, los ecosistemas, las condiciones geográficas, la altimetría y la gente que allí habita, se nos abren un montón de posibilidades que vuelan la cabeza.
En Colombia o Perú, por ejemplo, tenemos ambientes megadiversos en los que si solo nos pegáramos de la estacionalidad, seríamos muy pobres en pensarnos.
SEMANA: El chef Charles Michel en un momento de su vida se cuestionó su rol como cocinero porque trabajaba en restaurantes con estrellas Michelin a los que pueden ir muy pocas personas. ¿Le ha pasado algo similar?
V.M.: Yo tuve ese conflicto pero lo superé cuando entendí que trabajo en un restaurante donde se sirve a 40 comensales y tengo 140 personas trabajando. Ahí hay un gasto mayor. Tener un centro de investigación en los Andes peruanos, o tener equipos que hacen expediciones, hace que seamos un restaurante costoso.
Ahora, este restaurante costoso también genera beneficios porque termina siendo una embajada de nuestra cultura, una embajada de conocimiento. No debo sentir culpa por poner un precio alto para un negocio que genera este tipo de cosas.
SEMANA: En ese sentido, el llamado ‘fine dining’ tiene que existir.
V.M.: Tiene que existir esta gente que, pienso yo, profundiza, se emociona e investiga. La cocina casual es fantástica pero no va a conceptualizar o no va a ir más allá por diferentes factores como los precios o la consistencia.
Voy a decir algo honestamente, yo conozco gente que no gana mucho dinero pero que se puede gastar en una fiesta la misma plata que vale el menú degustación de Central. A veces siento que comer en un restaurante de alta cocina es algo que puede llenar muchísimo más en términos culturales o de conocimiento, que una ‘megaparranda’.
SEMANA: La crítica y los premios son importantes, ¿pero en algunos casos no cree que es un arma de doble filo que desenfoca a los cocineros?
V.M.: Los chefs, los artistas, los artesanos siempre van a querer un reconocimiento, pero uno no se puede dejar guiar por los premios. El trabajo final se hace para los clientes.
Ahora, evidentemente este tipo de listas o premios son importantes. Para una región como la nuestra, que tiene tan poca visibilidad, pues que de repente sucede algo mundialmente relevante por estos lados hace que la gente venga. Hay que tener esto de la lista 50 best o las estrellas Michelin en el radar, pero no te pueden sacar del destino de tu cocina.
SEMANA: Central se ha ubicado entre los mejores restaurantes del mundo durante los últimos años. ¿Es hora que ‘The 50 Best’ lo nombre como el número uno?
V.M.: Bueno, no nos caería mal. Haber estado en los últimos años en ese tipo de listas me ha permitido entender cómo funcionan. El primer año uno se vuelve loco y lo agarra la euforia, te sientes aceptado por la comunidad gastronómica. Conforme va pasando el tiempo, y no te vas mareando, te das cuenta que los galardones son reconocimientos al resultado de un trabajo de años.
Con esto se deben saber gestionar las emociones, pero también hay que compartirlo. Debemos pensar en quiénes son los siguientes que vienen con nosotros, cuáles son los otros latinos que nos acompañarán. No me divierte mucho estar solo arriba, lo que debemos tratar es que muchos más estemos en esas posiciones.
SEMANA: Hablando de región, su libro ‘América Latina: Gastronomía’ se enfoca mucho en ese tema.
V.M.: Presioné demasiado a la editorial con la que trabajo (Phaidon) porque están haciendo libros de cocina nórdica y de cocina asiática. Los llamé para decirles: “¿qué onda con Latinoamérica?”. Somos una región que provee muchos alimentos para el mundo (papa, café, maíz, cacao...), es decir, no solo somos importantes como proveedores sino como cultura, como recetario. Eso había que ponerlo en un libro.
SEMANA: En su corto paso por Colombia trató de hacer una reinterpretación de la bandeja paisa. ¿Cómo le fue con eso?
V.M.: Me pareció una travesura interesante en mi juventud. Fue una manera de jugar, en el buen sentido de la palabra, con algo muy colombiano. Esos ejercicios siempre los hacemos, aunque pueden sonar muy locos y pueden ser altamente criticados por la tradición. Además de la bandeja paisa, también lo hicimos con el arroz con coco o con productos como el chontaduro.
SEMANA: Antes de ser cocinero pretendía ser skater profesional. Su cuerpo debe ser un retazo de cicatrices. ¿Cuántas heridas de guerra le han dejado sus dos pasiones?
V.M.: Con el skate me he roto las dos clavículas y tengo las pantorrillas hechas puré. Las tibias de las piernas las tengo como la cordillera de los Andes. Con la cocina me he llenado de cortes y ahorita tengo un problema en la espalda durísimo. También estoy sufriendo un poco de insomnio. Estas obsesiones me demandan mucho. Me levanto a las 5 de la mañana pensando en un plato que voy a hacer o entreno hasta sacar un truco como el flip 360. Pero todo esto lo llevo muy bien porque la cocina y el skate me traen muchas alegrías.
SEMANA: En perspectiva, y para terminar, ¿cambiaría el premio del mejor chef del mundo que ganó en el 2017 por el de ‘skater of the year’ de la revista Thrasher?
V.M.: (Risas) Yo me muevo entre esas dos obsesiones y las pongo en paralelo. Pero en este momento no lo cambiaría. Cuando era más joven consideraba el skate prácticamente como un trabajo porque quería ser profesional. En esa época, los (skaters) sudamericanos no teníamos tanta relevancia y las tablas no nos llegaban. Cuando rompíamos una tocaba esperar hasta 15 días para que nos llegara otra nueva.
El trabajo, la obsesión, la calle y la comunidad que uno vive en el skate me sirvieron muchísimo para mi profesión de hoy en día que es ser cocinero. Esa disciplina que uno aplica para sacar un truco, también la aplica para sacar adelante un plato. Tal cual, igualito.