En un país de instituciones débiles y grandes egos personales no nos debe sorprender esto, pero sí nos podemos preocupar por las consecuencias silenciosas que van contaminando más al país.
Está claro que hay personas haciendo sus cálculos para las elecciones de las próximas décadas. Algunos se apalancarán de la subida relativa de su imagen. Digo “relativo” porque alguien, sin mejorar su imagen, puede dañar la de sus contendores a punta de marketing de la indignación y ganar. Basta ver el caso de varios triunfos políticos recientes para saber que la indignación selectiva y la persuasión ganan elecciones y les abren el paso a ejércitos burocráticos disfrazados de tecnocracia, en el sentido simbólico de la palabra. La técnica de la persuasión vía emoción es antigua y certera. En el segundo libro de las Retóricas, Aristóteles ya escribía que una de las formas de persuadir se daba en el uso de la emoción (pathos). De esto está inundada Colombia. Nunca había encontrado tantos ejemplos de branding político extremo y disfrazado como los estoy viendo ahora en la pandemia, sobre todo por el impulso mutuo que se dan la demagogia digital y el posicionamiento marcario egoísta. Por algo escribe N.N. Taleb que el verdadero temperamento de un amigo se conoce bajo circunstancias severas. El canon moral de quienes se aprovechan de esta situación también se conoce así, pero es más difícil cuando se disfraza en marcos de comunicación. La demagogia digital es un enemigo acérrimo de la innovación estatal. Ser demagogo originalmente quiere decir encantar a las masas, pero en su versión moderna se encuentran matices curiosos que se acentúan en situaciones extremas como la que vivimos. Poner a la gente en contra de Duque para ganar aplausos y “ojalá” votos en el futuro es una técnica mediocre y efectiva. Pero el costo lo lleva el país, porque el cúmulo de ataques termina golpeando a funcionarios que están dando todo por sacar adelante temas urgentes. Ya hay suficiente evidencia sobre la importancia de tener visión de largo plazo, ser disruptivo e innovador para arreglar problemas sociales. Lo que hizo el DNP con el Ingreso Solidario, con 0.64% de error, es un hito histórico que claramente no puede ser perfecto. Inclusive, si hubiera personas inescrupulosas aprovechándose de fallas en el sistema, eso no sería un argumento suficiente para destruir una política innovadora, necesaria y urgente. Lo necesario sería entrar a arreglar el problema específico, en vez de destruir el ánimo de innovar a gran escala en el estado. Una sociedad educada sabe hacer la diferencia entre un fraude masivo en donde se aprovechan de una política y, por otro lado, una política innovadora con imperfección. Pero aquí es donde entra la demagogia digital: es un catalizador de ignorancia. Es una invitación a no ir más allá, tercerizando nuestra responsabilidad, y callándonos mientras el demagogo se encarga de hacer lo suyo.
En la famosa teoría del juicio social, Sherif y Hovland (1980) mostraron que los mensajes persuasivos tienen éxito cuando nos movemos en el ámbito de la aceptación del otro. Por ejemplo, si a usted le gusta el chocolate y no el té, yo me anclo en el chocolate para enmarcar un mensaje que usted aceptará más fácilmente. Si llegara a tratar de persuadirlo y enmarcara mi mensaje hablando sobre el té, usted no se dejaría convencer inmediatamente por el sesgo. Ahora pongámosle a esto algo menos amable que chocolate y te, porque la demagogia digital se enmarca en lo que indigna, llevando a manipular votantes sin que ellos lo sepan. Zaller (1992) también encontró evidencia para este problema en lo electoral. Como los votantes no saben mucho de un tema o el otro, son más proclives a caer en el encanto de la persuasión. Por eso, propalar sandeces en Twitter, generando odios contra el presidente porque hizo y no hizo, bajo el pseudo arquetipo que convence a todos sobre su “ineptitud”, termina dando vía libre a catapultas políticas cuya propuesta es indignar, ganar elecciones y “luego mirar a ver como cumplimos o hacemos de cuenta que cumplimos”. El costo de esto es la pérdida de motivación de personas buenas, objeto de injurias, que prefieren irse al sector privado, volverse consultores, trabajar en multinacionales, organizaciones internacionales, etc., porque ven que la ingratitud del sector público tiene matices tenebrosos. Cuanto más veneno se reparte por parte de los demagogos digitales, más le cuesta al Estado generar políticas de transformación. Un costo transaccional que tiene El estado es la rotación de personal, otro es su calidad, dado que la meritocracia no es el criterio de inclusión. Mi preocupación mayor está en lo poco que interesa el efecto de la demagogia digital en el cambio del comportamiento de un votante. Pensar en personas que prefieren a un candidato sin pensar que esa elección al final les trae más miseria ilustra uno de los embrollos socioeconómicos más duros que Latinoamérica tiene que resolver.
Crear ese “anti-pueblo”, para seguir a Maria Aguerre en su estudio sobre el fenómeno populista (yo diría demagogo) en América Latina, es lo que hacen todos los días en redes sociales estos personajes. Si bien el gobierno de Iván Duque ha cometido errores, condenar tajantemente todo lo que hace, dramatizar temas que son técnicos, pero se vuelven ideológicamente maleables para las elecciones, es lo que hace la gente que piensa en sí mientras pregona la solidaridad. La demagogia, en su versión digital, atomizada y contradictoriamente silenciosa en intención y gritona en tono, es una enfermedad que se esparce como este virus. Ojalá sus multiplicadores, que efectivamente influencian a los demás, se preocuparan un poco más por los costos de la destrucción de la innovación estatal.