Mientras fui jugador de fútbol nunca se me pasó por la cabeza montar un negocio de comidas y mucho menos, cuando desde muy chico, comencé a correr detrás de un balón en mi natal pueblo Firmat. A los 13 años jugaba en la primera división de mi localidad, hasta que los del Club de River Plate me vieron en la cancha, me sometieron a unas pruebas y a los 16 años me instalé en la capital para cumplir mi gran sueño: ser futbolista profesional alentado por mi padre, mi hincha número uno. Comencé en la sexta división y tuve la buena suerte de poder debutar en primera a los 17 años, junto a Carrizo, Prado, Rosi, Cabruna y Menéndez, quienes en su momento fueron mis ídolos. Fueron 10 años en los que me consolidé en la primera división. Viene a mi mente cuando perdimos con Boca en 1962, en un famoso penal, aquella vez que Roma le atajo a Delem y en el cual se adelantó casi hasta el medio de la cancha. También jugué una final de la Copa Libertadores de América contra Peñarol: fue un partido increíble y perdimos 4 a 2. Dicho resultado nos valió el mote de ‘gallinas’ a los river platenses desde 1966. No vayan a creer que todo en mi carrera fueron tristezas, también hubo satisfacciones como haber sido capitán del equipo y parte de la selección de mi país. Tuve la oportunidad de participar en el Mundial de Inglaterra 66 y la Copa América en Uruguay, en 1967. Pronto, mi época en River llegó a su fin. Lo que no había llegado aún era mi ‘oportunidad gastronómica’ de tener un restaurante. Mi única relación con los restaurantes era la de encontrar uno bueno para comer bien, además de saber disfrutar de un buen asado con mi padre; recuerdo que en casa no había espacio para la parrilla, así que él se las arreglaba y ponía dos ladrillos con una parrilla en el medio. Muchos se preguntarán por qué la parrilla es tan importante para nosotros y que supuestamente todos sabemos de carne por ser argentinos. Yo no sé hacer ni una salsa pero sé diferenciar entre un buen corte y un término adecuado. El asado es para nosotros un motivo, una excusa para juntarse con los amigos a celebrar y hacer ‘vida social’ alrededor del fuego. Es así como aparece en mi historia don Pancho Hormazabal, quien me trae como jugador del Deportivo independiente Medellín en 1973, y luego del Santa Fe en 1975. Recuerdo que el contrato lo arreglamos junto con la Chiva Cortéz y Pacheco en el aeropuerto de Santiago. Ese año obtuvimos el campeonato gracias a mi aporte, según mi ego. El Cachaco Rodríguez y la Chiva Cortés sostienen otra teoría y es que me trajeron al equipo para que pudiera salir campeón alguna vez. Con el paso de los años el fin de mi camino se acercaba y finalmente llegó, en 1977, cuando me encontraba en Chile con Deportes la Serena. Pero no todo estaba perdido en mi carrera futbolística. En 1978, año del Mundial en mi país, regresé a Argentina y realicé un curso de Director Técnico. Con dicho título regresé a Colombia y trabajé durante cuatro años con el Quindío, Santa Fe y Caldas, sin saber que mi destino en un restaurante ya estaba cerca. No obstante ‘me di el gusto’ como director, de saber qué era estar ‘al otro lado de la línea’ y manejar un equipo. Estos conocimientos después me sirvieron para aplicarlos a la nueva profesión. Si uno puede manejar jugadores de fútbol es capaz de maniobrar una casa de señoritas ‘de mala vida’. También debes ser organizado o de lo contrario te conviertes en una veleta sin rumbo. Mi carrera como técnico fue corta. Como nadie me contrató, tuve que replantearme qué hacer con mi vida y durante un par de meses me dediqué a vender carros y repuestos en un concesionario. No puedo afirmar que era o soy un gran cocinero, pues mi cercanía con la cocina fue por necesidad cuando busqué qué hacer para sobrevivir. Es así como aparece Pepe Tébez, mi gran amigo desde hace 35 años, ex jugador del Santa Fe y socio del restaurante. A ambos nos empieza a rondar por la cabeza la idea de montar un restaurante e incluso pensamos instalarnos en Medellín y montar allí un negocio, pero en 1983 tomamos en concesión la cafetería del Royal Raquet Club. Allí comenzamos nuestra ‘primaria’ en el negocio de restaurantes durante cinco años. Aprendimos sobre el funcionamiento de un negocio, administración y compras. Luego pasamos al bachillerato, trasladándonos a la Zona Rosa, donde tuvimos un restaurante que se llamaba La Casa Argentina. La apertura fue en 1986. Recuerdo que fue el Mundial de México cuando ganamos la gran copa.La celebración del triunfo para Argentina e hizo en el restaurante, generando gran impacto publicitario; cuatro años después nos mudamos a un sitio mejor y a nuestra idea se unió otro socio, Miguel Kisic. Pepe había visto un local que le había gustado mucho, ubicado en la calle 93 con carrera 13, lugar en el que llevamos 19 años y medio, ofreciendo la mejor carne de Bogotá. El arranque fue duro, pero gracias al apoyo de nuestros clientes y amigos hemos podido convertirnos en quienes ahora somos. No obstante, creo que el evento que aumentó nuestro estatus fue la visita del entonces presidente Carlos Menem a Bogotá, en 1994. Un amigo de la embajada me comentó de su visita y me sugirió invitarlo al restaurante, provechando que era contemporáneo mío y gran fanático del River Plate. Finalmente aceptó. En total fueron 85 personas y lo recibimos con papayera. Con el restaurante Estancia Chica llegamos a la universidad, y seguramente llegaremos a un postgrado, pues nunca está de más progresar. Fue así como el fútbol y la cocina se unieron ‘sin querer’ durante el transcurso de mi vida. Hoy continúo siendo dueño del restaurante, me he ganado el respeto de la gente y me siento feliz y cómodo en Bogotá junto a mi esposa, hijos y nietos. De algo sí estoy seguro. Cuando me muera, quiero que cuando River haga gol, esparzan mis cenizas en la cancha del Monumental. Por: Juan Carlos Sarnari