No me resulta fácil definir en una palabra mi relación con la selección Colombia. Cuando yo era niño, la selección era una lejana referencia. Era el equipo que había empatado 4 a 4 contra la URSS en el Mundial de Chile, pero que no había vuelto a hacer nada. Además, enfrentó en la eliminatoria de 1969 contra el Brasil de Pelé y Tostao y Jairzinho, que se alojaron en el Hotel Comendador, y al volver del entrenamiento  jugaban con los niños de La Magdalena en el Parque del Brasil. Ellos fueron mucho más del barrio que, por decir algo, Arturo Segovia o Hermenegildo Segrera. Mi primera relación cercana, de entusiasmo, la generó la selección preolímpica de 1971 que empató 1 a 1 ante Argentina en El Campín con un golazo de tiro libre de Adolfo “el Rifle” Andrade, resultado que le permitió clasificar a los Juegos Olímpicos de Munich de 1972. Luego pasaron largos años de falsas expectativas, lamentos y decepciones. La era del desengaño, adobada por las muy aisladas pinceladas de entusiasmo que me generaron los equipos que jugaron la Copa América de 1975 y el suramericano juvenil de 1985. En la era Maturana-Bolillo, la Selección Colombia adquirió para mí otro significado. O mejor, dos significados. Uno racional: admiración profunda por un gran equipo que estaba en capacidad de jugarle de igual a igual a Brasil, a Alemania, al que le pusieran enfrente. Uno emocional: aversión por la selección de Pablo Escobar (o de Cervecería Águila, que venía siendo como lo mismo), un equipo chicanero, arrogante y prepotente que representaba buena parte de lo peor de Colombia. Y tras la matazón de la celebración del 5 a 0 ante Argentina y el asesinato de Andrés Escobar, ni se diga. Entre Londrina y Pekerman pasaron otros 12 años con sus noches de desengaños. Tuve que esperar los partidos de la eliminatoria a Brasil 2014 que la Selección Colombia jugó en el segundo semestre de 2012 para recuperar la sensación de cercanía, el entusiasmo infantil que me generó el golazo del “Rifle” Andrade aquel 11 de diciembre de 1971.