Hace unos años Luis Carlos Barragán (1988) apareció en la constelación reciente de escritores colombianos cuando ganó el X Premio Cámara de Comercio de Medellín, con su novela Vagabunda Bogotá, reeditada por Angosta Editores, la cual sería, finalista del extinto Premio Rómulo Gallegos en 2013. Luego de eso, desapareció del radar, aunque durante todos estos años ha seguido trabajando —en la sombra— en una de las obras más singulares de la literatura colombiana. Sus máquinas ficcionales están alejadas de la inmediatez y los compromisos de las agendas editoriales. Barragán es un escritor que trabaja más sobre la invención que la imitación de acontecimientos: los circuitos que unen sus ficciones están basados en premisas básicas pero al tiempo alejadas de las convenciones habituales de una narrativa que parece determinada por la violencia, los criminales, la extorsión, el magnicidio y otra serie de hechos que son importantes para ser un “escritor de verdad”, como alguna vez escribió Pablo Montoya. Contrario a esto, las apuestas por la escritura de Barragán no están recubiertas por la seriedad y el compromiso habitual de un canon literario que siempre ha despreciado a los autores que rocen la literatura de género. Tal vez por eso, y sumada a la etiqueta de escritor de ciencia ficción, las frenéticas producciones que escribe están fuera del foco. Además, sus intereses parecen estar en otra sintonía: ni siquiera el ruido en redes sociales sobre los temas de actualidad es su mecanismo de tracción para ganar lectores y seguidores. Lo que se sabe de él en público es mínimo, además de que estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional e hizo un máster en Arte Islámico con una tesis galardonada con el premio George Scalon. Todo en él parece ser nuevo, aunque lleve un tiempo estando ahí. Luego de vivir unos años en el Cairo, y de rodar en bicicleta por otros países de Oriente y Asia, decidió volver a Bogotá, a la ciudad que para él es “la primera capa de información en su cerebro”, pero no el único centro de sus ficciones, que deambulan por muchas zonas del país, como Mitú o Timbío, así como otros planetas. Ahora, y gracias al trabajo de la editorial colombiana Vestigio, publicó El Gusano, novela que obtuvo mención de honor en el concurso de ciencia ficción Isaac Asimov. Su trabajo, además, lo integran una serie de cuentos publicados en revistas de Argentina y Colombia. Hace poco hizo parte de las antologías Verbum del grupo español Fata Libelli, y en Relojes que no marcan la misma hora, con el cuento “Eufóricos caminantes nocturnos”, una selección de ciencia ficción colombiana a cargo del escritor Rodrigo Bastidas, en la que participaron también Cristian Romero y Andrea Salgado. Esta conversación tuvo lugar un día del año 2019 en la librería Antimateria de Medellín, donde Luis Carlos dejó fijada en la pared unas manchas y una de sus ilustraciones. Siempre me ha llamado la atención que su primera novela tenía un epígrafe del escritor Fernando Molano. ¿Qué tanto se siente influenciado por Molano, cómo incidió esto en sus primeras lecturas? Empecé a leer y a interesarme en la lectura cuando estaba en el colegio. Allá había un plan lector con varios libros que debíamos leer en el año, aunque en esa época no me gustaba la literatura tanto. Por ahí conocí a Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn, y leí Julio Verne, Los tigres de Mompracem, de Emilio Salgari, que me resultó interesante porque era de piratas. Pero lo que me cambió fue algo que me pasó un amigo, un amigo al que le gustaba la literatura extraña, libros que eran sorprendentes, que no leíamos en ese plan. Él me mostró Opio en las nubes y Un beso de Dick, de Fernando Molano. Alguien le habló de ese libro. Esas eran unas lecturas que se pasaban en secreto, casi nadie hablaba de esos libros. Luego, de a poco, fui pasando al mundo de la ciencia ficción. Primero con Asimov, pero no me gustó mucho. Luego conocí a Ballard y me enamoré. De ahí siempre empecé a buscar libros como esos, que me sorprendieran, que uno los leyera y dijera “¡Wooow!”. Esa fue parte de la iniciación. En esas búsquedas sorprendentes, ¿qué es lo que busca? ¿Qué debe tener un libro que le llame la atención? Imagino que escribe y lee sobre sus obsesiones, como lo hacía J. G. Ballard. En Goodreads existe una clasificación para los libros con cinco estrellas. Yo solo le doy cinco estrellas a un libro que me haga casi que gritar, que me haga decir “¿Qué diablos es esto?”. Lo que busco son conexiones nuevas que no he hecho, relaciones entre cosas que no se me han ocurrido. Un libro que me gusta mucho, y que realmente se pasó y que tiene muchas de mis obsesiones, es precisamente Compañía de sueños ilimitada, de J. G. Ballard. Es un libro de cual se habla poco. También me gusta mucho El tambor de hojalata, de Günter Grass, que es un poco más conocido. Ese libro es extraordinario por la forma en que está narrado, por la extrañeza que tiene. Es eso, estoy buscando algo extraño y al tiempo apasionante. Mi gusto es un gusto por las explosiones, por las cosas extrañas y bizarras. Le puede interesar: Amor adolescente: ‘Un beso de Dick’, de Fernando Molano Vargas
Ilustración incluida en el libro El Gusano. En esa vía, ¿está atento a lo que publican en Colombia? ¿Se siente identificado en sus gustos con autores colombianos? Más o menos. No he conocido mucho de este tipo de literatura bizarra acá, además llevo viviendo casi tres años fuera de Colombia. Por mi trabajo leo mucha historia, cosas que se han publicado afuera. Hasta ahora estoy conociendo autores y libros que han publicado en ese campo. No he conocido a alguien que escriba algo que yo quisiera leer. Puedo hablar de Cristian Romero, está chévere lo que está haciendo. También otros de la antología de ciencia ficción Relojes que no marcan la misma hora, que hizo Rodrigo Bastidas: Andrea Salgado escribe muy bien; también Hank T. Cohen (Camilo Ortega), que recién publicará en Vestigio. Y, bueno, encontrarme con los editores de Vestigio ha sido maravilloso, estamos relacionados, nos entendemos muy bien. La búsqueda de lecturas apasionantes, apenas comienza. Hay muchos autores que seguro leeré con el tiempo. En Colombia a veces parece mal visto la lectura y escritura de ciencia ficción. Además perdura esa idea de la ciencia ficción que solo habla de los viajes espaciales y esas ideas predictivas. Usted manifestó en algún momento que era una decisión política. ¿Por qué escribir ciencia ficción? La literatura colombiana está muy pegada a la realidad, porque nuestra realidad necesita mucha atención. Tenemos muchos problemas —el conflicto armado uno de ellos—, y muchos autores se encargan de ellos. Pero la ciencia ficción, aunque no parezca, es también una forma de resolución de esos problemas. Hay algo que dice Diana Uribe que me gusta mucho: “Los pueblos solo pueden tener un futuro cuando se lo pueden imaginar”. No es la única labor, no creo que la ciencia ficción tenga obligaciones. La ciencia ficción es una decisión política porque permite construir un futuro, o reevaluar un futuro más allá de las condiciones de la realidad. Eso nos permite imaginar un futuro político, criticarlo, desarmarlo, mapearlo y sentir que podemos trabajar sobre eso. ¿Cómo surgió la idea para escribir “Eufóricos caminantes nocturnos”, el cuento que salió en la antología Relojes que no marcan la misma hora? Por pura empatía de leer artículos periodísticos sobre el desplazamiento: ponerse en los zapatos de los desplazados e intentar sentir la ira y la frustración de tener que irse porque unas personas llegaron y masacraron a la población. Es casi obvio sentir ira y frustración. Traté de materializar el deseo de esa ira en algo fantástico. Es lo mismo que hago cuando me atracan: trato de imaginar que tengo poderes y castigar a las personas que me robaron. Si algo está sucediendo así en el país, mi respuesta es resolverlo por medios sobrenaturales, y eso fue lo que hice con ese cuento. Me enteré de las masacres de paramilitares, de las quemas de pueblos. Yo era niño cuando la toma de Mitú, quedé impactado de ver a los desplazados en las calles. La idea fue darle materialidad a ese estado y ese deseo colectivo por retomar lo que les han quitado. Tal vez es la misma impotencia de lo pequeños que somos para resolver problemas: cómo les sucede a los eufóricos caminantes, cómo hacen para retomar el pueblo, para cambiar el país. Es una respuesta ante la impotencia de cambio. Le puede interesar: Lo humano contra lo humano: un ensayo de Andrea Mejía sobre la distopía La ciudad de Bogotá siempre transita en parte de sus narraciones. ¿Qué significado tiene para usted esa ciudad? Hace poco, cuando regresé de El Cairo, sentí lo familiar que es para mí, como si fuera la primera capa de información que está en mi cerebro, algo que está impreso como base en mi cerebro. Siempre intento comparar los demás lugares y relacionarlos con la ciudad de Bogotá. Es una forma de entender siempre el mundo basándome en ella. Cada vez que salgo y conozco otras ciudades, intento compararla: si es mejor o peor. En el inicio de Vagabunda Bogotá hay una frase que siempre me ha llamado la atención, esa que dice “Este libro trata sobre el sentido de la vida”. A pesar de que la novela tiene el traje de ciencia ficción, y están las conexiones, entre planetas y el amor, ¿qué tanto de manifiesto tiene esa frase en el libro? He tenido esa pregunta sobre el sentido de la vida desde niño. Y siempre me ha fastidiado mucho saber que voy a morir y que las cosas que hago serán olvidadas y no tienen ningún sentido. El libro intenta resolver el problema del sentido de la vida a través de algo budista, que es el “aquí y el ahora”, y del olvidar. Derribando además ideas tontas que no nos dejan ser nosotros, escuchar cualquier tipo de música, reguetón. Lo que intenté además fue hacer una propuesta de ser feliz derribando concepciones tontas, barreras invisibles, identidades. Cuando uno lee sus novelas siente mucho vértigo. Hay una cantidad de información, hay muchas ideas fluctuando, como si el narrador fuera una máquina ¿Cómo llega a sus estados de vértigo? Me encanta la velocidad. Antes me gustaba mucho la Generación Beat, estos escritores de los cincuenta que experimentaban con drogas y música, que improvisaban con jazz, y que escribían pensando en la música, pensando en el clímax. Eso me gustó mucho de otros libros, y fue algo que me marcó en Opio en las nubes, a pesar de la popularidad, y lo detestable que es ahora para muchos. Lo que Chaparro hizo me encantó. Eso siempre es lo que quiero transmitir: pasión por la escritura, ritmo, frenesí. Es como la música, cambiar de sensaciones, contrastes, cosas lentas, sin respiro. Me encanta poner música, me da mucho ritmo. Intento calcar el ritmo de la música que escucho cuando escribo. En los libros no hay letras de canciones, pero sí afectan mi escritura. Es modular un funcionamiento del cerebro. La escritura automática, las copias, el funcionamiento del cerebro, el pastiche, el collage. William Burroughs tiene algo que ver en eso. ¿Qué tanto han ido afectando a su proceso creativo países como Egipto? Bastante. En El Gusano hay partes que suceden en Egipto, otras en Grecia. Uno de los personajes es una variación de mi exnovia, que es egipcia, y que aparece en el libro. Me conecté con sus culturas, se me metió mucho la cultura del Medio Oriente y el Islam. Aprendí mucho de nuestras diferencias culturales. He escrito muchos cuentos relacionados con Medio Oriente, y quiero escribir una novela que relacione Latinoamérica y el Medio Oriente. Además estudié Historia del Arte Islámico, soy profesor de ello, y lo que aprendí me interesa usarlo, con Latinoamérica y ciencia ficción.
La asepsia en El Gusano es un punto central. ¿Pensó de alguna manera que ciertas condiciones sexuales lo llevaron a la idea de cuerpos que no se pueden tocar, que se transmutan en una alteridad distinta? Esa es una idea política en relación con el aumento de ideas de ultraderecha, xenofóbicas y homofóbicas. En muchos lugares he visto cómo se habla abiertamente en contra de mujeres, de homosexuales y de inmigrantes. La fusión es la respuesta a ese tipo de problemas, porque si la gente se puede fusionar, si la gente puede tener partes de las personas que odia, no se puede odiar más a los otros, porque se es parte de ellos. No puedes ser homofóbico porque ahora tienes una parte gay, no puedes odiar a una mujer porque ahora tienes algo de una mujer. Es un tema de empatía, es un problema de falta de empatía. Estaba pensado más en ese tipo de solución. En la novela los personajes no quieren fusionarse por miedo a ser el otro, no quieren cambiar de dentadura, cambiar de color de piel, no quieren tener algo de un pobre al fusionarse con alguien pobre. Esta es una medicina, fusionar los contrarios, que habiten en el cerebro de una persona. Eso me hizo pensar que los seres humanos de alguna manera son —en su individualidad— una célula nacionalista y que tenemos un miedo a perder nuestra aparente pureza. Exacto. Siento que la identidad como algo estático es una ficción. La idea de ser bogotano, y que no puedo ser paisa o de otro lugar, hombre o mujer, católico o ateo. ¿Cuáles son los límites de las identidades? Esas ficciones son límites tontos, que no nos dejan ver más allá. No nos dejan ser un tipo de ser humano total, distinto. Mi idea es idea romper esos límites hacia un individuo nuevo. Hay otra vertiente adicional a su trabajo como escritor y como profesor de Historia del Arte Islámico, y es su trabajo como ilustrador. ¿Cómo va equiparando este otro lado, con la escritura de ficción? Llevo mucho haciendo ilustraciones, tengo un portafolio amplio. Muchas de mis ilustraciones obedecen a historias, no siempre son explícitas. En el caso de El Gusano es la primera vez que ilustro mi libro. Son dos medios distintos, los dos me gustan mucho. Pintar y escribir son dos tareas distintas en el cerebro. Me encantaría hacer un libro ilustrado, un cómic o una novela gráfica, pero hacer muchas pinturas del mismo tema me aburre. Si me pagaran haría una novela gráfica. Cuando leí El Gusano recordé mucho un libro de Charles Burns, Agujero Negro, por la idea de los cuerpos que se desgajan, la enfermedad, la infección entre jóvenes. ¿Esta fue una referencia o qué otras referencias gráficas habitan ahí? Agujero Negro me gusta, es chévere, pero habla más de una enfermedad sexual que los transforma en monstruos. Me vi más afectado por Neon Genesis Evagelion, el anime, esa vaina religiosa sobre la individualidad y la colectividad. Me encantan los Mechas, los Evas, como se mezclan, los ángeles, Adán, Dios y la Biblia. Y, sobre todo, VALIS, de Philip K. Dick. Amo VALIS, tomé de ella esa idea del misticismo, de unirse a Dios como una criatura potencial. A pesar de ser ateo, pienso que un tipo de dios así puede existir. Un dios posible sería una inteligencia artificial. Internet, por ejemplo, podría convertirse en un dios menor, que nacería de esa unión entre las personas y las máquinas. Hace poco estuve en una charla con Michael Pollan, que decía: “El antónimo de misticismo no es secularidad sino egoísmo”. Es un tema que me interesa mucho, por eso estudié arte religioso. En eso estaba pensando cuando escribí El Gusano, en ese deseo de no estar solo, de abrir lo límites, de expandir el mundo.
Ilustración incluida en El Gusano. ¿De dónde viene tanta fijación por las drogas? Parece que tuviera un receptor cada vez que escucha la palabra drogas. Primero, me encantó que las drogas fueran importantes para la Generación Beat y otros escritores. Muchos de ellos escribían libros bajo el influjo de las drogas. Almuerzo desnudo se escribió con heroína; En la carretera, con benzedrina. Miedo y asco en Las Vegas también me gusta mucho. Lem y Dick hablan mucho de drogas en un contexto de ciencia ficción. Luego probé el LSD y el Yagé. Como se sabe son experiencias místicas: la individualidad se disuelve, se expande, el cerebro se conecta con cosas nuevas. He escrito en LSD, viajando con las imágenes, los flashes, los colores, las transformaciones. No lo he hecho mucho, pero cuando estoy en ello siento que estoy en la verdad, que la puedo ver, que puedo hablar con los animales, las plantas, y ver otros niveles de realidad. Y en un país que tiene tantos traumas no con las drogas, sino con la guerra contra las drogas, ¿cómo cree que recibirían sus ficciones? ¿Qué piensan en un territorio con coordenadas bastante conservadoras? Las drogas hay que respetarlas. Nunca consumí cocaína, porque sé que esa droga es armas, muertos, corrupción política. No hemos pensado mucho sobre nuestras drogas, solo las pensamos para hacer plata, y para fiestas. Por ejemplo, el alcohol no me gusta mucho. Me interesan sobre todo las experiencias místicas. Tal vez en Colombia nos hemos vinculado de forma equivocada con nuestras drogas, y a su potencial para transformarnos, o para conocernos. Utilizando una palabra muy usada en El Gusano, en síntesis, ¿qué viene? Entre Vagabunda Bogotá y El Gusano hay cuatro novelas escritas que quiero publicar. Una de ellas es con viajes en bicicletas, de un viaje en bicicleta por Asia que hice cuando gané el premio. La otra es una ucronía, mi primera ucronía. En ella la Gran Colombia todavía existe, pero está narrada en reversa: las naciones no se han separado, sino que están unidas. Comienza en el 2015 y termina en 1812. Ahora estoy escribiendo otra que se llama Aliens en la selva, en la cual una confederación de alienígenas otorga una beca de desarrollo económico a la Tierra, porque en la ficción la Tierra es un planeta pobre y Mitú se convierte en la capital del mundo. Le puede interesar: Alienígenas ‘underground’: un perfil de Liu Cixin, el genio de la ciencia ficción en China