Aquí la que manda es la lluvia”, dice enfático Vicente, vendedor de refrescos y pizzas en el malecón del río Atrato en Quibdó, cuando las nubes se asientan y la capital del Chocó se siente más húmeda. La poca luz que traspasa las nubes impacta sobre algunas carpas donde se comercializa la pesca del día. A lo lejos llueve con fuerza sobre un área seleccionada, como si el cielo hubiera decidido bañar solo ciertos lugares del bosque al otro lado del río.A la altura de Quibdó, el Atrato corre con la fuerza que trae desde su nacimiento en el cerro del Plateado, en los farallones del Citará, en el Chocó. El río llega a la capital del departamento arrastrando los sedimentos y el mercurio producto de la minería ilegal que viene de Lloró, Tadó, Cantón de San Pablo y Cértegui, municipios que están bajo la lupa de la Fiscalía ante el aumento de extranjeros (la mayoría brasileños) que trabajan con dragas en esas zonas.Élmer Martínez le puso a su lancha La Socia, porque siempre le hizo falta una para emprender un negocio. Su nave tiene junto al volante un pequeño Jesús de porcelana. Lleva las piernas cruzadas y con las manos se sostiene el mentón. El Mesías de los católicos tiene un gesto de aburrimiento, con la mirada fija en el timón como si evaluara la conducción de Martínez. Un motor de 200 caballos de fuerza llevará en menos de cuatro horas a los tripulantes desde Quibdó hasta Vigía del Fuerte.La carga es en su mayoría bolsas negras con maletas y comida. Equipos electrónicos que los ribereños compran en Quibdó y cajas con la marca de frutas ‘Dole’, amarradas sobre el panorámico delantero. En el camino es común ver lanchas muy grandes con diez personas y otras pequeñas embarcaciones en las que navegan hacinados más de 30 pasajeros. Algunas pasan con sombrillas a falta de techo y otras tantas van cargadas de plátano.A diferencia del Magdalena, que pasa por 12 departamentos, el Atrato atraviesa el Chocó, y dibuja una frontera interna desde que aparecen los primeros caseríos antioqueños: Santa María, Cabeza de Negro y El Tigre, todos dentro del área de influencia de Vigía del Fuerte. En Buchadó los primeros que corren al ver una embarcación son los niños. Buscan un balde para echar unos trozos de panela que ya tienen listos. Con los pies llenos de barro se acercan a las lanchas a ofrecer sus productos.Después de pasar varios caseríos, Vigía del Fuerte está a escasos metros de un retén militar en el que las embarcaciones deben presentarse para hacer un control. Ya en el pueblo, las historias de las personas que se alejaron del río para buscar otra actividad económica son frecuentes. Es el caso de Nemesio Palacios, quien tuvo que dejar la pesca para comenzar un cultivo de palmitos. Recuerda, nostálgico, esos días de infancia cuando jugaba fútbol con sus amigos y calmaban la sed bebiendo agua del Atrato. Un hábito que hoy no es recomendable. “Se anuncian muchos cambios para la región, pero nunca pasa nada. Espero que esta sentencia sea el primer cambio real en la zona”. Palacios es el trampolín para llegar a San Alejandro, corregimiento de Vigía del Fuerte con 278 habitantes, “allá se ve muy claro el problema del pescado”, dice.En San Alejandro, hace tres años que algunos migraron a otras actividades diferentes a la pesca. “Ese es el emblema del problema”, dice Edgardo Roa, líder comunal del corregimiento. “Espero que este fallo nos ayude, pero es difícil creerlo porque está en cabeza de las mismas instituciones que han recibido beneficios de los mineros para dejarlos trabajar”, afirma, desconfiado.Mientras sirve un agua de panela con jengibre, Ovidio Valencia, pescador de la zona, hace una petición: “Que dejen de trabajar la minería río arriba, para estar mejor acá, río abajo”. Según el más reciente censo del Ministerio de Minas y Energía (realizado en 2011), en el Chocó el 99 por ciento de la minería no cuenta con títulos ni licencias ambientales. De sus 67 años, Valencia lleva 60 pescando. Actividad a la que aún se puede dedicar gracias a la Ciénaga de los Platillos, cuerpo de agua claro y limpio en el que cualquiera se podría bañar.

Ovidio Valencia todavía se puede dedicar a la pesca gracias a las ciénagas cercanas al río Atrato. Foto: Iván Valencia.Esos son los lugares a los que la contaminación del río no ha llegado y de donde es común ver salir pescadores con ejemplares como el peringo, la doncella y el guacuco. Al dejar la ciénaga, el agua clara se convierte de nuevo en una corriente color café. Unos metros más adelante, una construcción de madera entre la maleza es el hogar de Orlando Roa y su esposa, Maritza. Desde una de sus canoas, mientras le quita las escamas a un barbudo, Orlando coincide con la petición más común en las riberas del río: “Que traten a ver si acaban esas minas allá arriba porque el río viene con lodo y nos van a secar las ciénagas”.*Periodista de Especiales Regionales de SEMANA.