Cuando a Guillermo Santisteban lo sorprendía la noche, tenía que terminar de pelar, tasajear y empacar la carne de sus ovejos con la linterna de su celular que sostenía con la boca porque sus manos estaban ocupadas. Con una cargaba el cuerpo del animal y con la otra su cuchillo. Además del cansancio, tenía que “bregar” para ubicar la luz de tal forma que pudiera ver qué era lo que estaba cortando. Pero desde hace un año, su vida dio un vuelco. “Ahora ya, bendito Dios, prende uno su bombillito y a trabajar”, dice, arropado en una ruana y con una sonrisa que le arruga los ojos castaños.La energía fotovoltaica libró a Guillermo de la penumbra. No tenía luz porque vive muy lejos, a 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar, rodeado de frailejones, en el frío de la montaña que le permite prescindir de una nevera, así venda carne fresca. Este campesino ha vivido 30 de sus 37 años en lo alto del páramo Pantanohondo, en el municipio de Chiscas, al nororiente de Boyacá.El nombre del páramo describe fielmente el camino que hay que atravesar para llegar hasta su casa de tapia pisada donde vive con su mujer, sus dos hijos, su suegro y sus 150 ovejas: son dos horas a lomo de una mula que se entierra en una trocha pantanosa que trepa, incluso, pisos térmicos. ?Además de unos bombillos, la casa de Guillermo cuenta con un pequeño televisor donde la familia pudo ver el Mundial de fútbol y lo más importante para él, una licuadora para batir las moras que le compra a su vecino, páramo abajo, para hacerse su jugo favorito.Así, el alcalde del municipio, Javier Suescún, cumplió la eterna promesa de llevarles luz a los chiscanos que viven en las zonas más alejadas del casco urbano de esta población localizada a 252 kilómetros de Tunja. La Alcaldía invirtió 20 millones de pesos de recursos de regalías para comprar los paneles solares con la condición de que los beneficiarios tomaran y aprobaran un curso de energía fotovoltaica que les dictó un instructor del Sena.En el programa se inscribieron 25 campesinos. Muchos de ellos, como Guillermo, no pasaron de quinto de primaria. Sin embargo, hoy todos hablan con propiedad de los controladores de carga (que regulan la energía), los inversores (que transforman la corriente continua en alterna) y las baterías (que la almacenan). Además, aprendieron a soldar y le perdieron el miedo a conectar los cables a los paneles que ahora cubren los tejados de sus casas. “Siempre es difícil armarlo uno mismo sin tener estudio de nada. Pero le pusimos todo el entusiasmo y sí, tenemos siempre una idea para que si se nos llega a descomponer, poderlo desbaratar”, dice Guillermo.Para Miguel Garnica, el instructor del Sena que apoya el proyecto, esta iniciativa es la prueba de que “la tecnología hay que ponerla en manos de quien la necesita”. Hasta ahora, 11 familias de Chiscas cuentan con paneles solares y la Alcaldía está gestionando los recursos para comprar otros diez kits de energía solar para los hogares restantes.Tras el éxito del programa en Pantanohondo, el alcalde Suescún decidió replicar la idea de usar la energía solar en el parque central del municipio, que él describe como la sala de la casa del pueblo. Hoy, el renovado parque ostenta diez luminarias con paneles solares que no solo le ahorran 15 millones de pesos al año en el recibo de la energía eléctrica a esta población, sino 12 toneladas de emisiones de CO2.Chiscas está recuperando su tradición de ser un municipio sostenible que producía su propia energía con una planta hidroeléctrica que fue abandonada hace 50 años. Las buenas condiciones de luminosidad hicieron posible que, a pesar de la lluvia y de las nubes, que cubren casi a diario estas montañas, fuera posible aplicar la fuerza de las energías renovables para iluminar la población.De hecho, aunque ha llovido hasta por cuatro días seguidos, Guillermo asegura que hasta ahora no se han quedado a oscuras. “Desde que abrigue el sol, estamos hechos”, dice