Es habitual ver a las personas consumiendo paisaje. Por cierta suma de dinero o esfuerzo de tiempo distraemos nuestras vidas urbanas “yendo a la naturaleza” como si esta fuese un lugar, no una condición de la existencia. En Quindío, por ejemplo, se ha construido uno de los símbolos ecológicos de Colombia a partir de la ruinas de un ecosistema consumido ávidamente por los mercaderes de estéticas culposas, una narrativa de la naturaleza basada en un mercado que impide incluso la restauración del hábitat del árbol nacional –la palma de cera–, tal vez incluso en franca contradicción con la voluntad de los visitantes, ávidos de un mensaje esperanzador en medio del deterioro del mundo, pero incapaces de experimentar como tragedia la muerte solitaria de las admiradas palmas. Recorrer las huellas de Humboldt implica, por tanto, reconocer que nuestros sentidos y condición humana, siempre cambiantes, producen ideas de la naturaleza que son instrumentos de sentido para nuestro actuar, es decir, interpretaciones inevitablemente culturales que se entretejen con nuestra perspectiva y que, dependiendo de nuestra ubicación y circunstancias en el mundo, generan una política. Se lo dijo el barón a Simón Bolívar y llenó con ello su espíritu de inspiración y sueños de libertad. Sin embargo, la simplicidad con que abordamos la idea de la naturaleza y el movimiento histórico que buena parte de la modernidad ha hecho para distanciar la mirada ante el mundo de lo biológico, está convirtiéndose en una dolorosa ficción política, un campo creciente de verdades convenientes e inconvenientes, desprovistas de contenido material y hechos empíricos, algo que Humboldt siempre supo que podía pasar y por lo cual combinó magistralmente sus relatos con la precisión de los datos y la disciplina prusiana en su análisis e interpretación. La tarea de una ciencia con conciencia, capaz de defender la vida sin competir con el acto artístico total que implica la libre abstracción de la materialidad. ¡La naturaleza de la naturaleza es un acto cultural! El legado de Humboldt es sencillamente el llamado a no dejar de ser humanos integrales, capaces de admirar la belleza de una flor como parte del sentido de la existencia, pero suficientemente sensatos como para comérsela y no morir en un acto contemplativo. El movimiento con el que conectó ambas dimensiones de la existencia se llama hoy día ecología, que no es ese “ambientalismo mágico” construido por la mezcla de mensajes mediáticos incompletos, argumentos sin sustento empírico y con simplicidad suicida, incubadora del populismo y la entrega de la democracia. Nuestro reto es producir una narrativa política de la vida en un mundo libre del dolor de ser “natural”, esa dudosa etiqueta con la que compensamos la culpa por haber triunfado, seguro que parcial y temporalmente, como especie biológica. Una narrativa suficientemente compleja como para permitirnos reconocer los graves efectos de algunas de nuestras acciones, al mismo tiempo que nos permite seguir interviniendo el mundo bajo las premisas de una acción colectiva a escala global, la única capaz de resolver las obvias contradicciones que emergen en un proceso evolutivo del que apenas estamos teniendo conciencia: recordemos que Humboldt, junto con Darwin y Wallace, fueron los parteros de la noción del cambio persistente en el planeta, como resultado de las relaciones ecológicas que guiaron la selección natural. Humboldt inició su carrera en las minas y fue consultor del virrey Sámano para mejorar la eficiencia de las de sal en Zipaquirá. Le caían mal los españoles colonialistas, pero era un gran diplomático… Cabría preguntarse si en medio de su amor por los modos de vida de los pueblos indígenas, del cual habló sin dejar de ser prusiano por un instante, y de su crítica a la industrialización europea, la cual le permitió invertir su fortuna en viajes, nos hubiese aconsejado una minería diferenciada y cuidadosamente comprometida con la vida… “Natural” se ha convertido en el mantra de un ambientalismo que considera lo humano como la fuente de toda decadencia, sin entender en absoluto que nuestro origen biológico y capacidades adaptativas, subyacentes a la cultura, son hechos absolutamente naturales y por tanto carecen de cualidad moral objetiva (o la poseen toda). Ese es el principal legado de Alexander von Humboldt, quien casualmente recorrió el camino del Quindío para ir de Bogotá a Popayán y reconoció en el vigor de los Andes sus propias pasiones, su conexión vital, el imperativo ético del cuidado de eso que entonces quedó consagrado como “la naturaleza”, llena de sentido moral pero, al tiempo, llena de hechos y actos maravillosos pero desapasionados: es la conciencia humana la que ejerce y se alimenta en la tarea del significado. Reconocer una agencia en la naturaleza reafirmando la dicotomía con nuestra existencia es un grave error ontológico, una vuelta más de la religiosidad patriarcal primigenia en muchas culturas y un riesgo biopolítico sustancial, pues quienes hablan en nombre de ella pueden convertirse, como ya se intuye, en el origen de las nuevas teocracias del ambientalismo contemporáneo. La dictadura de los adalides de la “madre Tierra”. *Rectora de la Universidad Ean.