¡Otro! Ya llevo diez. Este es el último. Hoy han picado muy rápido. Debe ser algo en el agua del río, que hay más comida o algo. O que nacieron más pescaditos. Quién sabe. Lo voy a poner aquí con los otros. Los tengo ensartados con esta ramita. Se las meto por las agallas. Y me quedan todos juntos como si fuera un rosario, pero de pescaditos. Hoy es el día que más han picado desde que llegamos. Voy a bajar por el río un poco más. Ya es la hora del almuerzo, mi mamá debe estar por llamarme. Pero quiero ir hasta Piedrablanca a ver el pozo. Ya voy, rápido, yo sé saltar por las piedras, no me demoro. Ahora siento el sol en los hombros, oigo las chicharras silbando entre las ramas de los árboles. Cuando hace calor aquí, cantan las chicharras por todas partes. Hoy ha sido un día muy bonito. Desde por la mañana. Cuando me estaba despertando sentí los párpados rosados por la luz. Y ya sabía que iba a hacer sol. Ya oigo el agua en el pozo, la cascada. Hay un niño. ¿Qué está haciendo? Va a saltar desde la piedra al río. Voy a dar la vuelta y espero a que salga del fondo. Ya sale, lo estoy mirando. Es flaquito, de mi misma estatura, tiene los ojos cafés y las pestañas largas, mojadas, que parecen como púas. Qué niño tan bonito. El agua le rueda también por la nariz y por las mejillas. Y por lo de atrás, por las clavículas se dice, que le brillan. Lea también: El primer capítulo de Río muerto, la nueva novela de Ricardo Silva ¿Usted está solo, niño? Sí, ¿y usted también está sola? Sí. Ambos estamos solos, debajo del sol, debajo de los árboles altos. Se oye el río, hay que hablar duro, casi gritando. Se siente el calor que hay en todo el aire. El niño se llama Juan. Vino caminando por el bosque de ceibas. Entre las piedras forradas de musgo. Ahora está mirando mis pescados. ¿Usted pescó esos pescados que lleva ahí? Sí, yo los pesqué. ¿Qué hace con ellos ahora? Les quito el pellejo y los tuesto para comérmelos. La carnecita del pescado y el esqueleto fritos. Si quiere venga conmigo a la finca y nos comemos los pescados. Bueno, está bien, vamos. Ahora él se pone los tenis y la camiseta y empezamos a subir por el río. Ya se le han secado las pestañas con el sol. Las tiene largas y carmelitas, claritas. Por eso los ojos se le ven brillantes, como llenos de luz. Lu, ¿le gustaría conocer un motel? Sí, Juan, veamos cómo es. En el colegio hablábamos de esos lugares con las niñas. Uno los veía cuando venía de la finca a Bogotá. Cómo serán, pensábamos. ¿Cómo son las personas que van a esos sitios? ¿Está bien ir? O solo van personas que están haciendo algo a escondidas. Nos atraían mucho, a mí y a mis amigas. Era como de mujeres grandes, que tenían amantes y que tiraban. Nosotras somos unas niñas bogotanas que acaban de salir del colegio, no tiramos ni nada. Yo me acuesto con mi novio, pero cuando hablamos de eso no decimos Lucía y Juan tiran. Ahora siento el viento frío que entra por la ventanilla del carro de Juan. Miro las luces amarillas de la avenida 26. Juan tiene el jeep de la casa. Nos bajamos por la avenida El Dorado. Avanzamos y avanzamos y ahora Juan se mete al sitio. Una persona nos ve y levanta una talanquera metálica. Sigue corriendo por delante del carro, en medio de unos apartamentos, unos bloques de apartamentos bajos. Hasta que llegamos a un garaje y entramos. El señor cierra y se va y queda todo en silencio. Son las doce de la noche. Juan y yo nos miramos. Lea también: ¿Cómo aprovechar mejor el tiempo en familia? Entramos y es un lugar muy raro. Huele a desinfectante. Es caliente, lo que está bien porque afuera está haciendo un frío tenaz. Pero no es bonito. Los muebles son de cuerina. Las sábanas y el forro de las almohadas, aunque están recién lavados, no parecen limpios. El tapete, de cerdas largas, es azul oscuro. Todo huele a Cresopinol. Pero algo raro está pasando, ahora, en este instante, apenas Juan cerró la puerta y le puso la falleba. Me siento bien. Estoy aquí, estamos los dos. Hemos llegado juntos. Nadie nos puede sacar. Nadie nos puede decir nada ni interrumpirnos. Nadie. Ese sitio es nuestro. Feo y todo pero es nuestro. Y ahora estamos felices. Estamos empezando a besarnos, a desvestirnos, con muchas ganas. Nos empezamos a tocar, Juan empieza a quitarme la falda. Decidí ponerme una falda hippie, estampada, con las botas nuevas. Tengo ganas de hacer pipí. Voy a ir. Ya me levanto y voy. Ya. Salgo. Juan me dice que prenda el equipo de sonido. Está ahí, a su izquierda, Lu. Ya lo prendo. Suena una música. Ya voy hacia la cama. ¿Baila, Lu?, ¿Yo? ¿Sola? ¿Para qué? Para verla. Qué raro, Juan, no. Me daría mucha felicidad verla bailando, me daría una felicidad tremenda. Pues bueno, si usted quiere. Yo lo miro, me da risa. Pero bailo. Un rock. ¿Se quita la falda? Yo quiero ir a la cama ya, para que nos besemos más. Para abrazarnos. Eso me daría mucha felicidad, Lu, es lo que más felicidad me daría en la vida. Bueno, está bien, me voy a quitar la falda. Ya. Y le bailo así. Ahora en calzones porque me dice que me quite la blusa y el brasier. Juan no se lo cree. No creyó que yo fuera capaz de hacer eso. Me está mirando con los ojos muy abiertos. Yo ya me siento tranquila. Bailo como él quiere. Estamos los dos aquí, en este motel. Estoy haciendo una cosa que a Juan le encanta, que, en verdad, ya me doy cuenta, lo desespera de las ganas. Me da mucha felicidad. Bueno, ya estuvo bien. Ya no quiero bailar más. Voy a la cama. Nos abrazamos. Apagamos la luz. Tengo muchas más ganas que las veces anteriores. ¡Qué delicia! Nos quedamos dormidos. Qué horas serán. Cómo estuvimos. Hice todo lo que Juan me pidió. Y me encantó. Él hizo todo lo que yo le pedí. Ahora está pagando. Vino un señor y por una ventanita recibió la plata. Ya salimos. Está de día. Juan me tiene que llevar a donde la Nana. Pucha, estoy muy ligada a este tipo. Estoy enamorada. Miro la avenida El Dorado, totalmente desocupada. Sí, me siento bien. Muy bien. Quiero mucho a Juan. Ahora mi novio y yo también tiramos. Como los grandes. *Escritor. Lea también: ¿Cómo hablar del coronavirus con sus hijos?