Todo empezó cuando el gato se mudó al piso de al lado. La primera noche, el animal se coló por la ventana que daba al patio del edificio y que siempre dejaba abierta en esos días de verano. Yo dormía, y al sentir su cuerpo, sigiloso y tibio, mi sobresalto fue tal que pegué un manotazo violento y el gato salió volando en el aire hasta aterrizar de lomo contra la pared. Al golpearse hizo un pequeño ruido, como cuando se nos escapa todo el aire de los pulmones, pero enseguida se incorporó, ileso, y sus ojos brillaron en la oscuridad. No pensé demasiado en el episodio al día siguiente. Hablando con la portera del edificio, hice el chiste de que el gato había confundido mi cabeza con una almohada. Ella no era amante de los animales y me dijo que esa mañana el gato se le había aparecido con un pájaro en la boca. Lea también: Fragmento de Matrimonio, la nueva novela de Gonzalo Mallarino Cuando volví del trabajo, decidí acostarme enseguida. Me dije que el susto me había afectado el sueño y por eso sentía ese cansancio mezcla de malestar en el cuerpo. No tenía hambre y solo me tomé un vaso de leche fría. Esa segunda noche tuve la precaución de cerrar la ventana. Dormí mal, sudando en el sopor del aire recalentado, con las sábanas enrolladas en los muslos. Desperté hecha un espanto y, por primera vez en años, no fui a la oficina. Decidí, en cambio, tomarme un día para calmar los nervios y limpiar la casa. Mientras barría debajo de la cama, sentí algo duro y con el empujón de la escoba vi aparecer el cadáver de un gorrión. Tenía el cuello flácido y dos cortes, como mordeduras de colmillos. En vano recorrí la casa, no había ningún lugar por el que el gato se pudiera haber colado. ¿Sería el mismo pájaro del que me habló la portera? Pero entonces, ¿cómo había llegado hasta ahí? ¿Era posible que el gato hubiera dejado ese señuelo (¿de qué? ¿qué intentaba comunicarme?) la noche anterior, antes de ovillarse sobre mi cabeza? Abrí la ventana para ventilar y vi al gato parado en el alfeizar de enfrente, mirándome fijo, con esos ojos como monedas de oro. De pronto sentí un tirón a la altura de la garganta, seguido de un súbito ahogo, como si un cordón invisible me uniera a él y se estuviera tensando. Corrí al baño. Una ducha me sacaría esa sensación de estar untada en la luz enferma del gato. Pero mientras me secaba frente al espejo, me noté algo raro en el cuello. Dos marcas blancas, como cicatrices viejas, un poco por encima de las clavículas, iguales a las que tenía el gorrión. Durante una semana seguí faltando a la oficina; permanecía en la cama, aterrada, palpando el relieve de las cicatrices en mi cuello. Sentía unas ganas espantosas de salir a la calle, especialmente por las noches, cuando el calor aflojaba, pero tenía miedo de encontrarme al gato. Soñaba siempre con lo mismo: un callejón nocturno, azoteas y desagües, un lugar que no asociaba a ningún recuerdo. Lea también: Coronavirus en las mascotas: ¿es o no posible? Un día no aguanté más y me encontré trepando las escaleras al techo del edificio, donde todos colgábamos la ropa. La ciudad se veía hermosa desde ahí, inabarcable. A eso se parecía la felicidad. Pero el bienestar no duró mucho. De pronto sentí el tirón en la garganta y al girar la cabeza vi la sombra, agazapada detrás de una sábana. El animal soltó un maullido inofensivo, de gatito doméstico, pero yo sabía que intentaba comunicarme algo. ¿Qué? Una advertencia. Levantó la cola y empezó a caminar por la cornisa. Con cada paso que daba, elegante y sinuoso, yo sentía el cordón tensarse, apretándome el cuello. Quise gritar, pero el cordón me cortó la voz y quedé al borde de la asfixia. El gato disfrutaba su venganza. Para el momento en que me rozó la pierna, ya estaba lívida y sin aire. Fue entonces que la suerte o vaya a saber qué instinto de supervivencia estuvo de mi lado. Al caer de rodillas, mi hombro empujó al gato y este resbaló hacia el vacío. De inmediato el hilo que nos unía se zafó. El oxígeno me entró en una bocanada de aire alucinada y vi al gato planear, como un papel carbonizado, y estrellarse contra el piso, soltando el mismo ruidito de pulmones que se vacían que hizo la primera noche. Enseguida, algunos vecinos empezaron a salir. Distinguí a la portera junto a la mancha que era el gato en el piso, pero no tuve tiempo de hacerle señas. Quieta, todavía jadeando, me llevé la mano al cuello y al retirarla vi que estaba manchada de sangre. Me palpé las cicatrices, abiertas y rezumantes. A punto estuve de arrojarme yo también al vacío, pero pude contener el impulso y abandonar la azotea, correr escaleras abajo y entrar a mi casa. Como pude metí algunas cosas en una bolsa de plástico y salí, sin detenerme ante la portera, que intentó atajarme para hablar del chisme. Yo corrí, aturdida, sorda. Debía alejarme de allí, de ese barrio, de todos los que me conocieron como era antes. Ahora, sin trabajo, sin casa, sin nadie que me inspire confianza, merodeo los callejones, me acurruco en los techos, duermo en los huecos protectores de la ciudad. No pienso volver. En algún lugar de la noche, acechante y certera, maúlla la bestia. *Escritora. Lea también: Coronavirus y salud mental: por qué es normal sentir miedo