Escribir sobre la Amazonia colombiana, con las palabras exactas y la precisión que demandan estos duros momentos para el país y la zona, es una tarea difícil. La íntima visión que tengo de ella la empecé a crear desde mi infancia, siempre a partir del arte, a través del cuerpo, de las sensaciones, y de mi grata experiencia cultural de haber nacido en este continente. Nuestro cuerpo está en paz cuando verifica que su origen se encuentra en la madre tierra, una sensación que es posible experimentar a través de sencillas y cotidianas acciones como esa primera respiración consciente al despertar cada mañana. Durante este confinamiento en mi casa en Bogotá, me he visto haciendo cosas que resumen mis estrechas relaciones con la naturaleza y que, como un niño y sin proponérmelo, me han hecho verificar su grandeza. Son pequeños aportes de acción como, por ejemplo, sembrar unos vegetales en mi jardín o contemplar casi como un milagro el renacer de una orquídea abandonada. Los efectos de esos actos me llevan a pensar en la selva y su grandeza, que en realidad está en los detalles. Ojalá que los pocos señores de quienes dependemos, esos que deciden el “bien” del planeta, observen con esa otra mirada la magia de la vida. En mi memoria tengo imágenes y recuerdos sensoriales y emocionales de la Amazonia. Pienso irremediablemente en los aprendizajes de mi cultura con su cosmología. Pienso en la historia, en mi infancia, en la geografía, en la naturaleza, en los paisajes, en los parajes, en las plantas, los animales, los ríos, las quebradas, los sonidos, los silencios, las cascadas, los amaneceres, los atardeceres, los recuerdos; pienso en la magia de esa exuberante selva, del piedemonte y las montañas. Ahí también están mi familia, mis amigos y los seres queridos. Estando tan lejos, más allá de las maravillas de esa fuente inagotable que es la Amazonia, es difícil crear un sueño realizable para ella. Qué ilusión puede haber en sus habitantes, si viven en una tierra olvidada y su único anhelo es el que compartimos todos los humanos que habitamos el planeta y a quienes nos duele la tierra. Qué puede soñar un chamán, en medio de la extrema pobreza, abandonado a su suerte por las empresas petroleras extranjeras y obligado a mal vivir como jornalero; explotado en su propia parcela. Ojalá algún día se dé ese diálogo aplazado, pero vital, con aquellos que como él, son los guardianes de la sabiduría ancestral de la región. Ya es hora de que todo el país se apropie del aprendizaje de las culturas indígenas y disfrute del tesoro de su conocimiento. Es el momento de hacer justicia, no solo con los habitantes de la Amazonia sino con la humanidad. Debemos evitar que esos conocimientos perezcan, hacerlos tangibles y traer las prácticas ancestrales a nuestros contextos. Que no se queden tan solo en los estudios antropológicos, en las universidades, o en los discursos oficiales, como nos hemos acostumbrado. Si los colombianos aprendemos de los saberes de estos maestros que hoy menospreciamos, podremos por fin ver lo equivocados que estábamos, acabaremos, sin duda, con el racismo; y los chamanes volverán a soñar. *Artista. Lea también: El Pacífico de Goyo