Es difícil saber con qué sueñan las mujeres de Colombia: somos tan diferentes las urbanas de las rurales, las racializadas y las blanco mestizas, las clase alta y las populares, las cisgénero y las trans. No hay un arquetipo de la mujer colombiana, y peor aún, con frecuencia nuestras diferencias y fracciones son tan grandes, que a veces tenemos intereses encontrados. Pero en esta edición especial me invitaron a soñar y quiero hacer el ejercicio de pensar en al menos una idea que nos pueda servir a todas. No es nuestra diversidad, son las desigualdades las que abren esas brechas que a veces parecen insalvables. La primera, lejos de ser un problema, es una ganancia. Es la que permite que los movimientos de mujeres y feministas se mantengan vitales, en permanente revisión y sano disenso. Por supuesto, es desde los feminismos latinoamericanos desde donde pretendo pensar qué podríamos necesitar todas, o la gran mayoría de las mujeres de Colombia. Y hay una idea muy propia que nos atraviesa: entender estos feminismos como una defensa política de la vida. El canon del feminismo europeo y norteamericano habla de una búsqueda por la igualdad de derechos. Eso en teoría suena muy bien, especialmente para las mujeres latinoamericanas urbanas, blanco mestizas, de clase media. Pero una vez una amiga, la activista y lideresa wayúu Mile Polanco, me dijo algo revelador refiriéndose a nuestra carta magna de 1991: “Su Constitución alijuna quedó muy buena y muy bonita en el papel, pero ¿a qué personas y a qué mujeres les llegan esos derechos? A las mismas alijuna”. Es cierto. Que un derecho exista no significa que esté garantizado. Otros mecanismos como el de la consulta previa han servido para fraccionar a las comunidades indígenas y despojarlas de sus tierras. Así que definir al feminismo como “una lucha por los derechos” es insuficiente si realmente queremos hacer el esfuerzo de pensar en todas las mujeres. La idea de que el feminismo es una defensa política de la vida tiene raíces en los feminismos indígenas latinoamericanos. Una vez le pregunté a la activista zapoteca Rosa Marina Cruz si en su comunidad estaban a favor del derecho al aborto y contestó que sí. La explicación se quedó en mi memoria: “La actividad más importante para nuestra comunidad es el cuidado de la vida, de la vida de las personas y del medioambiente, y es responsabilidad de las mujeres. Si ellas mueren por un aborto inseguro, no pueden cuidar la vida y esto afecta a toda la comunidad”. Poner la vida al centro significa frenar la precarización laboral para que las personas puedan, además de trabajar, vivir y disfrutar sus vidas de forma digna. Que los cuerpos de las mujeres no sean vistos como “incubadoras de personas”, como un medio para un fin, sino como un fin en sí mismo porque nuestras vidas tienen valor intrínseco y no en función de un servicio que le prestamos a la sociedad. Poner la vida al centro es garantizar el derecho a la salud con un sistema de acceso universal, no solo para quienes tienen el privilegio de pagarlo. Significa también que la salud necesita más presupuesto estatal que la guerra, porque nuestra prioridad es vivir y no matar. Es entender que los seres humanos somos interdependientes de nuestro ecosistema, que también está vivo, y en esa medida la prioridad tendría que ser cuidar las reservas de agua y no ofrecerlas para que las despilfarre una multinacional. Poner la vida al centro nos beneficia a todas, porque si algo nos atraviesa es la economía del cuidado, o en palabras más llanas, todo el trabajo no reconocido e invisibilizado por ese mantenimiento de la vida. Al poner la vida al centro, toda esa labor que los gobiernos y el sistema económico interpretan como “cositas” que las mujeres hacemos “por amor”, sería nuestro mayor valor, la más fuerte de nuestras motivaciones políticas, y, por supuesto, la mayor reivindicación histórica. *Escritora. Lea también: Este es el Cauca que recuerda y anhela el pueblo nasa