Debo confesar que no he logrado leer mucho en esta cuarentena. Apenas he ojeado un libro sin mucha constancia, de manera desordenada, picando aquí y allá. Quizá las mejores alternativas para una persona dispersa como yo son el cine, que requiere unos lapsos más cortos de concentración; los libros de ensayo, a los que se les pierde el hilo con menos facilidad; los cuentos, o las conversaciones. Conversar es mi manera favorita de aprender algo, de pasar las horas, de pensar. Durante estos días, evidentemente, no converso con mucha gente y he terminado hablando conmigo misma; un dialogismo poco alentador. Sin embargo, hace poco encontré una pequeña colección de textos muy cortos que publicó Comfama en 2019. Es una breve recopilación de algunas conversaciones que se realizaron en el marco de Antioquia Reimaginada. Son ocho libros que me confirmaron que, definitivamente, no conozco bien esta región. Tal vez la idea picaresca de “lo paisa” nos ha hecho creer que sabemos cómo somos, pero la caricaturización de nosotros mismos nos ha llevado a desconocernos y, lo que es peor, nos ha impedido seguir conversando sobre lo que sí somos. Creemos que hablamos, pero solo echamos cantaleta. Odiamos, por ejemplo, que nos critiquen. Somos paisas, punto. Pero no creo que uno solo cuestione lo que le molesta, también se critica lo que se quiere, lo que importa. Somos como una regla gramatical o una operación matemática. Santa Rosa de Osos = pandequeso; Turbo = banano; Santa Fe de Antioqua = jugo; Urabá = violencia; Medellín = mamacitas. Carriel + ‘guaro’ + arepa + pujanza + vaca + carisma = paisa. Somos un estereotipo que se ha reducido a su mínima expresión. Todos conocemos la bandeja paisa, pero pocos saben qué es la sarapa o la caspiroleta. Yo hace poco probé por primera vez la sopa de chócolo y en muy pocas casas hacen lo que mi suegra llama “migas”. En Antioquia no solo hay vacas, ganaderos, lecheros, suroeste y oriente, también hay mar. Como dice Julián Estrada en Presencias y recuerdos en la mesa: “Somos costeños y no lo asumimos”. O como advierte Omar Rincón: “Pecamos en el Caribe y pedimos perdón en Antioquia”. Tenemos mar y nunca nos acordamos de él; creemos que solo somos montañeros y blancos, y desconocemos que también somos negros y pescadores. Mi conversación favorita fue la que tuvieron la escritora Carla Giraldo y el antropólogo Germán Ferro sobre los caminos de Antioquia. Él tiene una interesante tesis sobre la arriería en Colombia y cuenta que una estrategia que usa para conocer el territorio es dibujarlo. Está obsesionado con los caminos. Recorre uno y lo dibuja, así termina de entederlo. Lo recuerda y reconstruye en su imaginario para orientarse espacialmente. No sé si yo podría dibujar a Antioquia, pero quiero aprender: saber exactamente dónde quedan Santa Rosa, El Bagre, Zaragoza, Amalfi, Yondó. Nos movemos en el espacio Ahora que todos se quejan y dicen que después del covid-19 no volveremos a viajar a otros países, he pensado que podremos hacerlo por Colombia y en este caso por Antioquia; que debemos reconsiderar, reimaginar este territorio en el que nos sentimos encerrados, y darnos cuenta de que la única posibilidad no es salir de él y olvidarlo, sino más bien empezar por conocerlo. Es más, a veces pienso que puedo caminarlo y hasta sueño que voy en mula, como los arrieros de los que habla Germán. Pero esta sí es una utopía. Debido a la pandemia, los italianos están volviendo a Venecia para verla como nunca antes: sin turistas, limpia, silenciosa. La Plaza San Marcos no había tenido en su historia tan pocas palomas (se murieron de hambre). Así que nosotros podríamos ir a todos esos lugares de Antioquia que jamás hemos visitado, conocer caminos, repasar esta región y verla otra vez; no obviarla, ni reducirla al fríjol y a la leche. Recorrerla caminando, en bicicleta, en bus, en carro. Me pidieron que escribiera sobre qué sueño para Antioquia, y más que sueños tengo este deseo. Podría soñar, como una reina de belleza, con la paz, la educación para todos, la equidad; pero creo que todas las desigualdades y problemas están vinculados con el profundo desconocimiento de lo que somos, de lo que tenemos, y con la falta de observación. Tal vez si viéramos (no solo si supiéramos) que somos el único departamento en Colombia que tiene cuencas en los ríos Magdalena, Cauca y Atrato; si conociéramos algunas de las casi 13.000 especies de plantas vasculares que tenemos –que equivalen, más o menos, al total de las que hay en Europa–; si fuéramos a los pocos y únicos bosques de cativo continental que quedan en nuestra región y en el mundo, entonces dejaríamos de estar obsesionados con la ganadería, los potreros y la minería. Tal vez si supiéramos todo esto dejaríamos de deforestar 11.000 hectáreas al año, construiríamos ciclorrutas que conecten los municipios, recuperaríamos el ferrocarril de Antioquia, rodaríamos más películas, escribiríamos más libros. En vez de derrumbar edificios, los restauraríamos, no compraríamos alimentos importados, consumiríamos más productos locales; dejaríamos de mirar hacia afuera porque nos atreveríamos a mirar hacia adentro. Si empezáramos a recorrer nuestra geografía comprenderíamos estas hermosas palabras de Germán Ferro: “Nosotros nos transformamos en el espacio, no en el tiempo, ese es un código europeo de latitud Norte o Sur, donde nos movemos en el tiempo de las estaciones; en el trópico no, aquí nos movemos y nos transformamos en el espacio, en el camino. En dos horas vamos de tierra caliente a tierra fría; en dos horas cambiamos de vestimenta, de formas de hablar, de recursos económicos, de maneras de amar. Nos movemos en el espacio y yo creo que eso hay que volverlo a recuperar, porque esa es la característica de un país tricordillerado, de tierras altas, tierras bajas, en donde lo único que hemos hecho es subir y bajar, y debemos hacer de ello una manera distinta de crear una cosmovisión y un orden, una manera de sentir una cultura”. Tal vez si dejáramos de movernos en el tiempo y asumiéramos que nos movemos en el espacio, podríamos hacerlo a nuestra manera. Descubrir una forma propia. Creo que este es el primer paso hacia un territorio menos violento. *Directora de cine. Lea también: El artista llanero Miguel Roa Iregui retrata la nueva Orinoquia