Sufro de claustrofobia. Por eso cuando Claudia López anunció su simulacro de confinamiento, sentí que empezaba a asfixiarme y me visualicé abriendo las ventanas de mi casa y permaneciendo todo el día allí para poder respirar. Sí, sé que suena absurdo para todos los que no tienen una condición similar, pero así es, y tiene su explicación. Una historia que vale la pena contar. Hace unos 30 años, tal vez menos –pero en todo caso en tiempos anteriores al celular– me hicieron una invitación a leer en la quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta. Como no tenían cómo alojarme –algo a lo que estamos acostumbrados los poetas– el gestor me ofreció la casa antigua de los padres de una amiga escritora, que se habían trasladado de ciudad. Me pareció una buena idea hasta el momento en que entré y vi los muebles cubiertos de sábanas blancas y las ventanas tapadas con tablas de madera. Del mar cercano, apenas el rumor. Y del cielo, una visión lejana gracias a una marquesina que se elevaba sobre el patio central. Con esa visión me fui a dormir. A las dos de la madrugada me desperté con dificultad de respirar, náuseas y diarrea. Durante horas luché con mi malestar, atribuyéndoselo a la comida de la noche. Un tiempo después iba a descubrir que se trataba de un ataque de pánico. Pero la cosa no paró ahí. Se suponía que una persona estaba durmiendo en la casa para facilitarme el desayuno. Sin embargo, cuando me levanté el silencio profundo de la casa me puso en alerta. Un recorrido por sus muchas habitaciones me confirmó que estaba sola, y el candado que alcanzaba a ver por la mirilla de la enorme puerta de madera, que me habían dejado encerrada. Que el teléfono estaba descompuesto, con el disco roto, parece un invento mío para hacer más dramática esta historia de terror. Pero así era. Mi atrapamiento en aquella casa fantasmal duró siete horas más, hasta que llegó la dueña. Veinte días después, en la habitación estrecha de un hotel de Pereira, sufrí otro ataque de pánico. La experiencia primera me había vuelto claustrofóbica. No es lugar para relatarles mis experiencias de más de 20 años luchando contra este mal. Montones de terapias y la práctica del yoga, con su respiración consciente, me han ayudado mucho. Pero cualquier confinamiento obligatorio –nueve horas en un avión, veinte pisos en un ascensor, cinco días en un apartamento, como imponía Claudia López, cuyas políticas apoyo, paradójicamente– exigen de mí un esfuerzo enorme. Ahora sonrío, porque no iban a ser cinco días de confinamiento sino 32, algo que no podía saber en ese momento. La reflexión que hicimos con mi marido fue: ningún daño podemos hacer o hacernos si vamos directamente a una casa familiar en el campo, sabiendo que ya llevábamos diez días de autoconfinamiento. Y cuando el presidente alargó las fechas pero abrió una ventana para regresar, pensamos que a pesar de ciertas precariedades del lugar era mejor quedarse. Lo increíble, por otra parte, es que soy una persona casera, que ama pasar días enteros sin salir, leyendo y escribiendo. Pero así es de imprevisible y a veces de inmanejable la mente humana. Una vez tomada la difícil decisión inicial, empezó la evaluación. ¿Qué teníamos? ¿Qué faltaba? Libros: yo había empacado tres, gracias a mi eterno temor a que alguno no me guste; mi marido tenía uno, y hurgando en los clósets encontramos, además de unos best sellers mamotréticos, dos libros apetecibles, uno de ellos de la reciente premio Nobel. Por ese lado estábamos salvados. Yo había dejado mi computador, lo cual implicaba que no podía continuar con la escritura de la novela que empecé hace tres meses. Un golpe rudo. Tenía papel, poco, y un cuaderno y una libreta de notas que nunca abandono. En una cómoda descubrí una gruesa agenda de una entidad agraria, de muchas páginas cuadriculadas, que celebré casi con lágrimas. En mi cartera, tres esferos. También, como si mi intuición me hubiera hecho presentir un largo confinamiento, había traído mis libros de colorear y mis colores. Dos o tres días después decidí que empezaría a escribir un ensayo que hace rato tenía en la cabeza, con un tema con implicaciones autobiográficas, muy propio como ejercicio de introspección. Que leería poesía en mi teléfono. Y crucé los dedos para que no se me acabara la tinta. La señal de internet es mala –algo que ya sabíamos– de modo que hemos pasado la temporada diciendo “no me baja”, “no se va”, “aprovecha que el internet está bien ahora”. Y, como se trata de una casa donde en las cortas temporadas que se usa poco se ve televisión, y la imagen venía velada por una mortificante llovizna, tuvimos que, como en los días de la infancia, treparnos a mover la antena hasta lograr la nitidez mínima, y limitarnos a ver el noticiero. Uno al día, para no deprimirnos demasiado. Poco a poco fuimos descubriendo las “leyes” de la región y los contactos para el abastecimiento, y construyendo nuestras dinámicas de supervivencia. En el pueblo la alcaldesa ha impuesto medidas muy severas: solo puede haber desplazamiento individual, nadie entra sin tapabocas, no hay tránsito de automóviles, y hasta se levantaron enormes barreras de tierra y piedra en los accesos de las veredas, que crean una tensa atmósfera de guerra. Whatsapp hace sus milagros: de la plaza envían frutas y verduras de calidad variable, del “granero” y el supermercado insumos básicos. La austeridad se hizo norma, pero jamás ha habido precariedad. Descubrimos, eso sí, no sin temor, que en las farmacias escasean muchos medicamentos, incluso los genéricos. Pero también que en este país de gente recursiva, siempre hay manera de hacerlos traer de Bogotá. Hemos vivido el día a día, y sorteado una tormenta que nos dejó sin luz y una invasión de abejas. Pero cada mañana, cuando piso el césped y veo los pájaros, respiro, agradecida. Y sin ninguna culpa. *Poeta y escritora. Lea también: La casa, un espacio que se redescubre durante el confinamiento