La Gran Vía Estoy aparcada dentro de mi taxi, blanco como todos los de Madrid, esperando. No a los clientes, sino a la oportunidad para poner mi granito de arena. Está muriendo muchísima gente en España. Por eso no me puedo quedar quieta. Varios taxistas de la ciudad decidimos hacer servicios solidarios para el personal sanitario. Mi nombre es María Eugenia Hernaz y llevo 11 años en este oficio. Los médicos solicitan el servicio a través de una aplicación en la que estamos inscritos los que queremos colaborar. Yo los recojo en el ambulatorio y los llevo a atender pacientes en sus casas. Mientras espero, fumo, y luego devuelvo a los médicos al ambulatorio. Todo de manera gratuita. Claro, me da miedo, pero me cuido mucho. Uso mascarilla, guantes y pongo unas mamparas para separar los asientos de adelante de los de atrás. Hoy es uno de los tres días de la semana en los que salgo a dar servicios solidarios. Solo alcanzo a hacer unos cinco viajes diarios, pero me puse contenta porque vi en las noticias que se han hecho más de 75.000 traslados gratuitos en Madrid. Ellos están desbordados. Los veo salir llorando de los hospitales. Veo el cansancio en sus caras. Por eso, cuando el Gobierno nos ofreció subsidios para pagar la gasolina de los servicios solidarios, los taxistas dijimos que no. ¡Que lo invirtieran en la sanidad pública! Conducir en Bogotá También soy taxista. Llevo dos horas y media dando vueltas por la ciudad. Son las 5:30 de la tarde y ningún servicio se reporta por la aplicación. ¡En hora pico! Me llamo Luis Alberto Buitrago y desde hace dos décadas me dedico a esto. Por la pandemia, el trabajito ha bajado, más que todo porque no tenemos permitido recoger gente por la calle. Antes de la llegada del covid-19, la mayoría de carreras las conseguía de esa forma. Pero con el aislamiento obligatorio es imposible. Solía frecuentar lugares como la 170, el Parque de la 93, la calle 82 y el Restrepo. Movilizaba a jóvenes que salían de rumba, adultos que iban a su trabajo y familias con hijos. Hoy transporto a médicos y enfermeras que se dirigen a los hospitales. También a unos cuantos ciudadanos que necesitan víveres del supermercado. Tengo alcohol para desinfectar mi vehículo cuando se bajan los usuarios. Me empeño en limpiar las sillas, ventanas y manijas después de cada carrera. Debo cuidarme. Uso guantes, tapabocas y gel líquido para limpiarme las manos cada hora. Si los pasajeros no tienen antibacterial, les comparto del mío. La situación es dura. Mis ingresos se han reducido 50 por ciento. La cuota del vehículo me cuesta 90.000 pesos, más los 50.000 de combustible. Antes, en un día normal, podía ganar entre 220.000 y 230.000 pesitos, es decir, que al final me quedaban libres unos 70.000 u 80.000. Estoy bastante apretado porque el sueldo no me alcanza: de 1.800.000 pesos que hacía al mes, me queda la mitad. Con mis 60 compañeros de los ‘pontiamarillitos’ –un grupo de WhatsApp–, decidimos ayudar a los trabajadores de la salud. Cuando los recogemos les dejamos la carrera en la mitad. Ellos nos colaboran y se exponen al contagio, por eso nosotros también los ayudamos como podemos.  Las calles de Nueva York Estoy sentado en mi taxi en el barrio Williamsburg, en Brooklyn, esperando algún pedido de la central. Me llamo Marco Ariza y por estos días debo llenarme de paciencia. Antes llegaba a hacer 15 carreras. Ahora con suerte hago seis, y me tardo un tercio del tiempo porque no hay tráfico. Los pasajeros son sobre todo personas mayores que van a citas médicas y trabajadores de la salud. La mayoría de mis colegas dejaron de trabajar, no por falta de clientes, sino para evitar el contagio. Todos tenemos miedo, es normal. Llevo aquí estacionado desde las siete de la mañana y aquí estaré hasta las seis de la tarde. Pasan algunas personas, pero no muchas. Lo más extraño es el silencio. Nueva York solía ser los ruidos de los trenes, los pitos de los carros, los murmullos de los restaurantes y la música de los bares abiertos. Ahora es un gran silencio. Puedo oír los trinos de los pájaros como si estuvieran junto a la ventana del taxi. La ciudad luce triste. Iquique Vivo en esta ciudad costera al norte de Chile y desde los 23 años –tengo 39–, me gano la vida conduciendo un Hyundai Accent Petrolero negro con techo amarillo, como todos los taxis de mi país. En el carné aparece mi nombre: Valentina Garcés. Aquí el trabajo siempre ha sido mucho mejor de noche. Todos los días me entraban 60.000 o 70.000 pesos –cerca de 70 dólares estadounidenses–, y los fines de semana más de 100.000. Pero con la pandemia el trabajo se ha reducido. Antes de marzo –cuando todo empezó a explotar– hacía entre 20 y 25 carreras diarias. Hoy, tan solo cinco por el toque de queda que impide salir después de las diez de la noche. Actualmente no transporto gente a la playa, sino a doctores y enfermeras que se dirigen al hospital, siempre con guantes y mascarilla. Tengo tres hijos y hago de papá y mamá. El mayor tiene 17 años, el del medio 14 y el menor tan solo 5. Para poder solventar los gastos –y lograr que nada nos falte– compré tela y me puse a coser mascarillas. Con esto espero poder compensar lo que ya no produzco con el Hyundai. Lea también: “Hoy para el periodismo es fundamental la prudencia y claridad”: Washington Post