Tengo que decirlo, aunque pueda caer en un lugar común: el aguardiente es nuestra bebida nacional y no entiendo por qué existe tanta timidez para reconocerlo. Si Brasil se siente orgulloso de su cachaza; y México presume con el tequila; y Perú y Chile pueden llegar a las armas para reivindicar su paternidad sobre el pisco, ¿por qué nosotros hablamos en voz baja para expresar nuestro amor por el ‘guarito’, sin mostrarlo como estandarte nacional? Dios obsequió el azúcar al hombre para endulzarle el corazón; y el diablo le regaló el aguardiente para alegrárselo. Este dulce ingrediente llegó a nuestro continente con la caña de azúcar –que es originaria de Nueva Guinea–, en la época de la colonia. Los habitantes de las islas del Caribe comenzaron a fabricar afamados rones que hoy rivalizan con los más finos brandys del mundo. En Brasil decidieron destilar la cítrica cachaza. En el territorio andino eligieron perfumarla con suaves especias, a veces realizando mistelas de gran factura, en ocasiones con las semillas de anís y, sin más dilación, la llamaron aguardiente, palabra derivada del latín aqua ardens, término con el que se conocía al curativo alcohol en la antigüedad, sinónimo del más amable aqua vitae, benéfico para sus consumidores. Lea también: Los goles son solo el inicio de la fiesta El ‘aguardientico’ mestizo comenzó a reemplazar a la chicha indígena y se masificó a finales del siglo XVII. El éxito de la bebida despertó el interés del Estado que lo gravó como producto de renta para la obtención de tributos y control sobre la salud pública. El consumo de licores era abundante en aquella época, pues los cobros por este concepto arrojaban notables rendimientos y de esta manera, casi sin darnos cuenta, se convirtió en nuestra bebida nacional. En cualquier fiesta patronal puritana o fandango prohibido corrían los litros de este pálido y festivo amigo. Tanta fue su fama, y la necesidad de sedientos maridos de escaparse a beber el preciado líquido, que alguna vez me contaron que ir a tomarse las ‘onces’ fue un ardid de nuestros abuelos para escaparse de las severas matronas e ir a tomar las 11 letras del a-g-u-a-r-d-i-e-n-t-e. En 1905 se da la potestad al Estado de tener el monopolio sobre los licores producidos en suelo colombiano y se prohíbe su fabricación artesanal. Cuatro años más tarde la Nación les da la posibilidad a los departamentos de tener el dominio sobre las rentas de estos y en el año de 1910 nacen las Juntas Administradoras que le dan a cada departamento potestad para administrar estos munificentes recursos. Así, el territorio cundinamarqués ejerce su dominio en el mercado de los aguardientes desde 1905, con la fundación de la Empresa de Licores de Cundinamarca por parte de Agustín Morales, gobernador de la época. Desde aquel momento no ha parado de crecer y cosechar éxitos.  "}" data-sheets-userformat="{"2":513,"3":{"1":0},"12":0}">