En Argentina se han vuelto a ver una serie de máquinas que nos hicieron felices. No sé cómo le dirán en Colombia, acá tiene muchos nombres: consola, jueguitos, fichín. Eran unos muebles grandes como una puerta con un televisor incrustado y dos palanquitas, una a la izquierda, otra a la derecha, cada una con tres botones debajo para jugar. Ahora han aparecido en bares –generalmente de a una y sueltas, allá en una esquina, como si fueran un confesionario o alguien en penitencia en un rincón–, son parte de la moda retro, pero entre fines de los ochenta y mediados de los noventa había locales llenos de ellas en toda la ciudad. Los videojuegos siempre han sido una hipnosis colectiva. De mi parte, había uno que me volaba la cabeza: se llamaba Virtua Striker. Era de fútbol, el primero que yo recuerdo en el que se podía jugar con los héroes que veías en la televisión. A mí recién empezaba a tentarme el fútbol, no sabía bien quién era quién pero había un jugador que me imantaba: estaba en Colombia, usaba la 10. ¿A quién se le había ocurrido inventar un tipo que tuviera por pelo una maleza de rulos rubios tan grandes como el sol? En el juego no había nombres, no había apellidos, solo se copiaban las fisonomías, los rasgos que todos podían identificar. Después, en la realidad, me enteré: ese tipo existía y se llamaba Valderrama. Después supe que hasta tenía bigotes, cosa que en el videojuego nunca había llegado a detectar. Todos mis torneos de Virtua Striker los jugaba con Colombia, por él. Hace unos años, de nuevo en la realidad, lo llamé por teléfono. Fue para una entrevista para el diario Olé. Entonces me contó que muchas veces le habían dicho que él nunca llegaría a ser profesional porque a) era lento, b) no corría, c) no sabía patear. De lo que no se habían avivado los entrenadores, parece, era de que quien tiene los controles –quien maneja las palanquitas– no necesita ningún superpoder. El Pibe no era un jugador de fútbol: era un tutorial. Le recomendamos: “A James Rodríguez lo pondría de ministro del Interior”, dice Daniel Samper Ospina A veces me da la sensación de que los colombianos son jugadores que vienen del pasado, una tropa de superhéroes anacrónicos que han llegado para mostrarnos cómo era el fútbol del que nos hablaban nuestros papás: el lento 10 que domina los tiempos, el ‘wing’ que cuando engancha parece que está por empezar a bailar. Como con los fichines, pura cultura retro: la Argentina de los ochenta y los noventa, en la segunda década de 2000. ¿O no vieron jugar a Juan Fernando Quintero? Mientras que el River campeón de la Copa Libertadores parecía a veces una nueva banda de heavy metal –los laterales volando como dagas, Nacho Fernández entrando y saliendo, el Pity Martínez gambeteando a máxima velocidad–, el tiempo era otro cuando la agarraba él. Generalmente tirado a la derecha, ahora los pases eran cortitos. Tocaba y se la devolvían, tocaba y se la devolvían, todo más suave, con dulzura, con amabilidad. Más que enganche, Juan Fernando parecía un abuelo repartiendo caramelos. Por supuesto, era todo un engaño: mientras la defensa parecía asentarse y envalentonarse, lo que sucedía en realidad era que los caramelos la estaban sedando, agrietando, porque –de repente– un zurdazo que era una bala habilitaba a la espalda de todo el mundo a Pratto, Nacho o Santos Borré. Si Alfredo Di Stéfano viajó a Millonarios a fines de los cuarenta para mostrarle a su pueblo cómo podía ser el juego del futuro, los enganches colombianos han llegado para recordarnos el pasado que se nos olvidó. Jugadores que se dedican a guionar el partido con sus tiempos, a su placer. Quintero es de ellos. Valderrama es de ellos. Son escritores. Más que escritores: lectores. Cracks que tienen la generosidad de mostrarte cómo es el mapa del juego, cómo dominar a los demás. Hacer una serie de pases anodinos acá, querido alumnado, libera una zona allá. “La pelota debe correr primero, y más –evangelizó el Pibe en aquella charla–. La técnica siempre triunfa”. Eso dijo el pastor, que antes de cortar el teléfono también nos enseñó otra cosa: que no hay diablo, amado rebaño, que no se caiga ante la belleza simple de una pared. *Cofundador de la revista Don Julio y periodista de TNT Sports.