Nací hace 55 años en Santa Marta, Magdalena, pero vivo en Bogotá desde los 9. Mi madre, Aracely Restrepo, nos trajo a la capital a mis tres hermanos y a mí. Aunque nunca he dejado de sentirme costeño, llevo casi toda la vida aquí en Cundinamarca. Cambié el mar por el altiplano, y no me arrepiento.Pero abandonar el Caribe y acostumbrarnos al altiplano fue difícil porque estábamos dejando a mi papá en Santa Marta. Mi padre y mi madre se separaron cuando yo era muy pequeño. Además, pasamos del sol al frío de la Bogotá de hace 46 años. En aquel entonces esta ciudad era el Polo Norte y la capital de los cachacos-cachacos, los de verdad, los que decían “ala”, “sumercé” y “regio, regio”.En Santa Marta vivíamos en una casa con patio, traspatio y árboles por todos lados. Aquí nos tocó adaptarnos a un apartamento de tres habitaciones en la calle 85, cerca de la Autopista Norte. Allá llegábamos al colegio en bicicleta, paseábamos por el barrio con los amigos, nos subíamos a los palos de mango y hacíamos travesuras en las calles hasta las ocho de la noche, acá nos acostumbramos a jugar en las escaleras de un edificio.Mi mamá siempre fue una mujer aventurera, nos metía a sus cuatro hijos en un Renault 4 y nos llevaba a recorrer las cercanías. Fuimos mucho a La Calera, donde teníamos una pequeña casa de campo, también a Girardot, a Sopó y al embalse del Sisga, donde, lejos de mi entrañable mar, incluso practiqué windsurf.Nunca dejé de ir a La Calera, de hecho, ese ranchito más tarde se convirtió en el escenario de uno de mis planes cachacos por excelencia: prender la fogata con amigos, tomar aguardienticos y preparar un lomo al trapo.En esas épocas de infancia nació mi gusto por recorrer ese municipio, luego salir a la Troncal del Norte y llegar hasta el Sisga o Guatavita. Me encanta esa ruta porque me da la oportunidad de parar y visitar viveros, un plan que disfruto mucho porque soy un fanático de la jardinería. También aprovecho para probar restauranticos de carretera.Nada más rico que saborear una buena mazorca asada al carbón al borde de la vía. Porque si algo tiene la gastronomía de aquí es su riqueza: unas buenas arepas –con su herencia boyacense–, un ajiaco o una changua bien preparados, aunque esta última puede provocar fuertes discusiones entre los comensales colombianos.La panadería cundinamarquesa merece una mención aparte, las mogollas chicharronas y lenguas, entre otros productos, hacen parte de ese inventario de delicias que injustamente han ido cayendo en el olvido. En La Playa de Bogotá, uno de mis restaurantes, estamos tratando de rescatar esa pastelería, porque siempre será más rico un liberal (pan recubierto con azúcar y colorante rojo) que un éclair.Si tuviera que recomendarles algunos planes turísticos para llevar a cabo en este departamento tendría que hablarles de Anapoima, para el descanso; de Chingaza, para los más aventureros; o de la belleza de la laguna de Pedro Palo, que queda en la vía a La Mesa. Los paisajes de Cundinamarca son maravillosos, aquí se encuentran todos los climas y los mejores sabores. Lo único que hace falta es la playa. Y ya la tiene, en mi restaurante de Bogotá en la calle 96 con 13A, al cual están todos invitados.Tierra de sueñosCansado de la inestabilidad laboral de la actuación, que ejercí durante un tiempo, decidí probar suerte en Nueva York, a donde me mudé a mediados de los noventa. Pero me di cuenta de que no era la ciudad para mí, extrañaba a mis amigos. Así que mordí esa manzana y regresé al lado de mi gente.Todos los estudios de culinaria que realicé en la capital del mundo los puse en práctica al volver a Bogotá, y fue así como nació Gaira, que en principio era una excusa para compartir con los amigos en un rinconcito de la casa de mi madre. Casi 20 años después el negocio es todo lo que soñé y más. Se expandió, hoy cuenta con sucursal en el aeropuerto, auditorio, escuela de música y un restaurante de comidas rápidas.Una de mis mayores satisfacciones es que emplea a cerca de 300 personas, muchas de ellas oriundas de Cundinamarca. Valoro mucho la receptividad del equipo, solo así hemos podido llevar a cientos de ‘cachacos’ los platos más reconocidos de la gastronomía de mi región, desde la arepa ‘e huevo y la carimañola, hasta el patacón samario (que se hace con banano verde).De mis clientes tampoco me puedo quejar, la gente de aquí siempre nos abrió los brazos a estos cuatro costeñitos, a mis hermanos y a mí. Tanto en la parte culinaria como en la artística han sido muy curiosos con nuestra cultura. Siempre contamos con una mano amiga, siempre hubo un gesto generoso.Por otro lado, hay una ventaja para mi negocio por estar tan cerca de los productores. Es increíble poder contar con una central de abastos como la que tiene Bogotá o una plaza como la de Paloquemao, ambas surtidas por productores de toda Cundinamarca. Nada se compara con la frescura de las papas que se cultivan en Tausa, Une y Villapinzón, o los patacones con plátanos traídos de Sasaima, La Palma o Viotá, y la dulzura de los mangos que llegan desde Cachipay o Tocaima.¿Qué habría sido de mi vida si Aracely no me trae a Cundinamarca? ¿Cómo habría sido mi historia si me quedo en el Magdalena? Las preguntas aún no las sé contestar. Sé que habría llevado a cabo algún emprendimiento, eso lo llevo en las venas, lo heredé de mi madre que es paisa. No me habría quedado quieto. Sin embargo, conté con la suerte de que aquí, lejos de ese lugar al que llamé hogar, logré fundar Gaira y pude hacerla crecer.Sueño con regresar algún día a Santa Marta, donde tengo una casa. Allí quisiera tomarme todo con más calma, estar cerca del mar nos da otra actitud ante la vida. Pero eso será en otro momento, hoy Bogotá y Cundinamarca son mi hogar, aquí están mi gente, mis amigos y mis negocios; todo está aquí.*Chef, empresario y publicista.