Llegar a La Palma no es fácil. Hay que atravesar una angosta carretera que está destapada en varios tramos y no tiene señalización. Han sido varias horas a bordo del bus intermunicipal que sobrepasa de lejos el límite de la velocidad permitida. Por fortuna, el verde de la cordillera Oriental sobre el río Negro, que se revela ante los ojos como un tapiz multicolor entre las nubes, es una feliz recompensa a todos los temores.Al llegar, en la estación de buses está Gladys Rodríguez, más conocida entre todos los palmeros como Mamá Gladys. Sin duda, su verdadera vocación es la de ser madre. Habla de sus cuatro hijas con profundo amor y admiración por cada una. Su vida, como la de tantas mujeres colombianas, ha estado marcada por las frustraciones, el silencio y el temor. Hace un balance de esa vida y se encharcan sus ojos de lágrimas.Mamá Gladys tiene 60 años y hace 36 está casada con un militar de recia disciplina y carácter estricto. El nomadismo de la milicia la llevó a vivir en diferentes lugares donde conoció de cerca la violencia y la guerra. Alguna vez un jefe paramilitar le dijo en tono amenazante que le daba algunas horas para salir del pueblo que habitaba. El hombre, al ver a la menor de sus hijas llorando, le amplió el plazo de salida a 24 horas.Es por eso, entre tantas cosas, que no fue sorpresivo que el destino la llevara a La Palma en 2016. Al fin de cuentas este municipio ha sido uno de los epicentros de todos los actores armados del país. Entre 1997 y 2009, más de 8.000 habitantes –casi dos terceras partes de la población– abandonaron estas tierras debido a la guerra que libraron narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares. Otros tantos palmeros, cuenta don Isidro, un tendero del pueblo, se escondían entre los cafetales para no ser alcanzados por las balas. “La Palma era como la piñata de Cundinamarca”, dice, refiriéndose a los grupos criminales que azotaron a la región.Para Mamá Gladys, llegar aquel 30 de noviembre al municipio fue definitivo para trazar un destino. Ella solo acompañaba a Lucía Alejandra, su hija menor, al grado de bachiller de Diego, un joven palmero de quien se había enamorado. Lucía estaba por vivir su primera historia de amor y Gladys, por su parte, estaba por tomar una de las decisiones más importantes de su vida. Decidió empezar un proyecto personal que le devolviera la ilusión y la alegría de vivir, hoy se conoce como Padachuma (que significa plátano en lengua embera).Recuerda que empezó a caminar sin rumbo fijo por el pueblo con la tranquilidad de la decisión tomada. Llegó a la plaza de mercado en busca de un producto de la región que era su viejo conocido: el plátano. Sobre este ingrediente versó el proyecto de grado que presentó cuando estudió el programa técnico en cocina en el Sena.Allí contempló el plátano palmero, le causaron curiosidad el color y la textura. Concluyó que era diferente al que conocía en Bogotá. Quién mejor que ella para saberlo, pues tiene la habilidad de tajarlo a cuchillo con precisión de cirujano. De esos plátanos cortados en lonjas, tajadas o moneditas, salieron 21 paqueticos a 2.000 pesos cada uno.Con estos plátanos y chocolates elaborados con cacao palmero se abrió campo en los Mercados Campesinos que organiza la Gobernación de Cundinamarca (ver recuadro). Pero son los plátanos los que más demanda tienen entre los clientes. La clave del éxito ha sido sencilla: la dulzura, suavidad y crocancia que queda del plátano palmero al fritarse.Ya en la plaza, se mueve como pez en el agua. Allí se encuentra con Edilson Mojica, dueño de la finca La Azucena, quien ha llegado con el platón de su camioneta lleno de racimos. Hay variedad de colores y texturas, pero Mamá Gladys sabe bien cuáles escoger. Negocia el precio: un racimo por 15.000 pesos. Esta operación la repite cada 20 días, cuando regresa a La Palma a conseguir personalmente el plátano que le dará ese matiz distinto a su producción.Luego de las compras, aprovecha para pasar por la iglesia de la Virgen de la Asunción, donde se arrodilla y da gracias una vez más por todo lo que La Palma le ha entregado. Sus ojos se vuelven a aguar de emoción y gratitud ante la imponente imagen. Le ora porque pronto cumplirá un sueño aplazado: viajar a México. Un logro que también es fruto de su esfuerzo.Pronto partirá de regreso a Bogotá. Llevará consigo los racimos de plátano para la producción de las próximas semanas. Todo lo producirá en la cocina de su apartamento en la localidad de Suba. La Virgen de la Asunción había hecho, sin duda, otro milagro y Mamá Gladys, como aquella Mamá Grande del mundo macondiano, regresa a ser, una vez más, el magneto de su familia, de sus amigos y de sus fieles compradores.*Director de la biblioteca Los Fundadores del colegio Gimnasio Moderno.