Soy esposa, madre y abuela. Mi amor más grande es mi familia. Y la vida me premió con cientos de hijos, nietos y hasta hermanos prestados, que he conocido gracias al trabajo social.No estudié para esto –me hubiera gustado–, es más, casi ni pude estudiar. Perdí a mi madre cuando era muy pequeña y desde entonces me tocó ayudar a la crianza de mis cuatro hermanos menores. Terminé el bachillerato casi con 50 años, 47 en realidad, cuando todos mis hijos estaban organizados y finalmente pude dedicarme a mí. Creo que eso me preparó para el proyecto que hoy me hace sentir más orgullosa: una escuela sin paredes a la que bauticé Efhecto. Surgió hace diez años como una forma de brindarles a otros lo que yo no tuve: la oportunidad de la educación.Con mucho orgullo puedo decir que gracias al esfuerzo de diez años ya no dicto talleres, dicto conferencias y estas me han llevado muy lejos de Guaduas, a Antioquia, a Boyacá, a Caquetá. En esos lugares he conocido gente muy talentosa, que lo único que necesita es que alguien le recuerde lo mucho que vale. Aún me acuerdo de una niña sorda que se inscribió en Efhecto. Hicimos un taller de danza y ella quería participar, pero la mamá no la iba a dejar. “Cómo la van a meter a ella si no puede, ella no sabe”, me decía. Pero la convencí y descubrimos su talento para la danza, se quedaba mirando al profesor y entendía. La mamá estaba impactada y luego me dio las gracias por creer en su hija, en quien ella no creía.Yo pude, usted tambiénEn el campo no hay tantas oportunidades para estudiar. De joven yo era totalmente inocente. Entonces pensaba que la forma de salir de la casa, de dejar de trabajar tanto, era consiguiendo marido. Pero sufrí la violencia de la mano de esa persona. Por fortuna tuve la valentía de dejarlo. Dos años después conocí al hombre que hoy es mi esposo.Lastimosamente, una cosa era el hombre generoso que me conquistó y otra muy distinta el monstruo en el que se convertía cuando tomaba. Cada vez que mi marido se emborrachaba llegaban los maltratos, volvían los insultos. Le tenía que pedir permiso hasta para hablar con los vecinos. Pero yo seguí insistiendo hasta que logré estudiar, así él no estuviera de acuerdo. Es más, aprendí en las capacitaciones que a través del diálogo podía acercarme a él y convencerlo de dejar el alcohol. Hoy se siente agradecido y orgulloso de cada uno de mis logros.Esta experiencia me sirvió para hablarles a esas mujeres que pasan por situaciones como las que yo viví. Lo primero que hago es contarles mi historia y luego les digo: “Si yo pude, ¿ustedes por qué no van a poder?”. A veces veo señoras preparadas y pienso, pues yo aguantaba el maltrato porque no tenía qué comer, pero ellas por qué lo hacen. Siempre trato de animarlas, explicarles qué derechos tienen y cómo hacerlos respetar.Soy de las que piensa que, a pesar de tantos cambios en esta sociedad, nuestro papel no tiene por qué cambiar. Tenemos el talento de hacer muchas cosas a la vez, ¡y hacerlas bien! Yo sigo siendo esposa, pero al mismo tiempo viajo por todo el país dando charlas, compartiendo conocimiento. Eso sí, las mujeres tenemos que ser muy disciplinadas y ordenadas.Creo que no es casualidad que naciera en Guaduas, la tierra de Policarpa Salavarrieta. Creo que todas las guaduenses le heredamos su sangre guerrera. La Pola dio su vida por la patria y yo comparto esa pasión. A veces mis hijos temen por mi seguridad, dicen –y no les falta razón– que ser una líder en este país es peligroso. Pero yo les recuerdo que si mi destino es morir trabajando por la comunidad, entonces lo haré tranquila.*Premio Mujer Cafam Cundinamarca 2017.