Un Cristo enorme reposa sobre la iglesia de Puerto Merizalde. A su alrededor, decenas de palafitos le rinden homenaje, quizás en señal de agradecimiento. Por fin la brisa caliente del Pacífico colombiano trae un poco de tranquilidad. Aquí nace el río Naya, triste testigo de la masacre del mismo nombre, perpetrada por las Autodefensas Unidas de Colombia en la Semana Santa de 2001. Una matanza que pudo haberse evitado. A Puerto Merizalde solo se puede llegar navegando. En esta zona de Colombia no hay carreteras, la gran autopista es el río y los mejores vehículos son las chalupas y las lanchas. A bordo de una de ellas, el equipo de Regionales de SEMANA acompaña al defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret, a sus asesores y al defensor regional del Pacífico en esta visita al suroccidente del país. También le puede interesar: Habrían sido 380 los líderes sociales asesinados en Colombia en 2016 y 2017 El viaje de la lancha comenzó en el puerto de Buenaventura. Recorrimos las aguas del mar Pacífico durante tres horas y después entramos a la corriente del Naya. “¡Suba motores!”, grita Ómar, un hombre que conoce bien la zona y que nos acompaña en la lancha. El nivel del río es bajo, por eso debemos ir despacio y levantar los motores para que no colisionen contra la tierra. “¡Por allá, a la izquierda!”, nos grita e indica con gracia un joven que se baña en el río junto a sus amigos. A medida que avanzamos, el Cristo merizaldeño gigante muestra sus brazos y avisa que llegamos al Naya. En abril de 2001, en esta tierra ubicada entre el sur del Valle del Cauca y el norte del Cauca tuvo lugar la masacre que dejó una marca en la memoria de la comunidad afro asentada allí desde el siglo XVII. Hoy, sabemos que el Bloque Calima dirigido por Hébert Veloza, alias H.H., fue el responsable del asesinato de casi una treintena de personas (las cifras varían de acuerdo con las fuentes, algunos afirman que fueron más de 100 homicidios) y el desplazamiento de 3.823. Desde ese entonces, la comunidad naya ha tenido que salir de sus casas a causa de un conflicto que, incluso hoy, luego de los acuerdos de paz, no cesa. La lancha se detiene y al bajarnos nos recibe el olor a pescado seco. Merizalde, al igual que muchos de los asentamientos que bordean el río, se construyó gracias a las mingas. Es decir, a las reuniones de los mismos lugareños cuyo objetivo era construir su propio pueblo. Con sus manos pegaron las maderas de sus hogares, de donde nunca debieron irse. Luego de la firma de la paz, alrededor de 4.000 habitantes resisten en la zona. Y aunque no tienen acueducto ni alcantarillado, y solo cuentan con seis horas de energía eléctrica al día, hoy pueden vivir con tranquilidad, con las puertas de sus casas abiertas para que así la brisa las refresque. El Andén Pacífico “El gobierno nacional nunca nos tuvo en cuenta, le faltó untarse de pueblo. El acuerdo de paz lo hicieron los ricos de las Farc y los ricos del gobierno”, dice Wilmer Riascos, alcalde de López de Micay, un pequeño poblado un poco más al sur de Merizalde, en el interior del Cauca. Aquí, donde el Estado brilla por su ausencia, han llegado el defensor Negret y su comitiva, quienes toman nota de las necesidades de los habitantes y escuchan sus reclamos y quejas. Pero también verifican qué avances se han hecho en la protección de los derechos humanos de los ciudadanos del Pacífico. López es un pueblo pequeño y, dicen, es el lugar de Colombia en donde más llueve. Pocos minutos después de nuestro arribo, el clima le hizo honor a esa fama, y se soltó un fortísimo aguacero. Pero con el agua llegaron la marimba y la música. “Queremos paz / Queremos paz / Que nuestros pueblos / Vivan en paz”, canta el grupo de música de jóvenes que dirige Nangly Arboleda Jiménez, lideresa cultural de López de Micay. Aunque hace apenas un mes, en octubre de 2018, seis personas fueron asesinadas en esta población, todos claman con alegría que quieren perdonar, que buscan la paz. Le puede gustar: Sin agua en el paraíso Nangly es una mujer de 50 años, de estatura mediana, lleva gafas y una bandana amarilla sobre su pelo negro alisado. ¿Podemos hablar? Le pregunto. Y me responde con una carcajada llena de amor: “¡Claro!”. ¿Cómo logró que los niños de López canten y bailen ritmos del Pacífico y no reguetón? Suelta otra carcajada y me cuenta: “Yo amo lo que hago. Y no quiero que nuestra cultura se pierda. Nuestras raíces se han visto amenazadas, los jóvenes escuchaban y bailaban vallenato, reguetón y salsa, pero lo nuestro es otra cosa. Cuando llegué al colegio, en 2015, empezamos a trabajar en eso. Hoy, en las fiestas, la pista de baile se llena cuando suena un currulao”. Esta mujer maicaseña de pura cepa, como se describe, tiene un grupo de música y baile en uno de los tres colegios de López de Micay, y allí les enseña a 60 jóvenes a tocar los ritmos del Pacífico o, mejor, los africanos, los que trajeron los esclavos hace siglos a este territorio. Con la música, Nangly le declara una tregua al conflicto, “cuando sonaban las balas nosotros cantábamos”, dice. Y no es una metáfora, en el pueblo, mientras ardían las calles, los cantos se alzaban más fuertes, aunque encerrados por paredes que se derrumbaban. Desde aquella Semana Santa de 2001, el conflicto nunca se fue del todo de López. En su recorrido y lucha por el control del río Naya, este pueblo fue la última parada del frente paramilitar de H.H., el último lugar donde asesinaron y desplazaron. En ese día santo, a la única mujer que no huyó, la mataron. “¿Cuántas personas hemos enterrado? ¿Cuántas? ¡Y el gobierno nacional ni siquiera ha venido!”, dice Carlos Alfonso Negret en su reunión con la comunidad. De hecho, esta es la primera vez en la historia que un defensor del Pueblo llega a esta tierra rodeada por las aguas de los ríos Naya y Micay. La visita colma de esperanzas a sus pobladores: finalmente alguien que puede hacerle recomendaciones al gobierno los escucha. De oro y coca El río Naya es la salida al Pacífico y, por ende, la puerta hacia cualquier lugar del mundo. Su control se lo han disputado los grupos armados durante décadas porque este es uno de los corredores de la droga en el continente. Para sellar su dominio sobre él, las AUC cometieron la masacre de 2001. Han pasado 17 años, pero el conflicto nunca se marchó de la zona. Es cierto que la amenaza de las Farc ya no existe, pero como el Estado no ha ocupado los territorios abandonados por ellas, estos quedaron a merced de otros grupos alzados en armas. A poco menos de dos horas de López de Micay se encuentra Timbiquí. Una tierra de cantaoras, de música. El pueblo de Herencia de Timbiqui, la agrupación que ha puesto a bailar a Colombia al ritmo de la marimba de chonta y del folclor del Pacífico. Ese son de raíces afrocolombianas une a las comunidades de Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño, sin embargo, hay algo más que llevan todas ellas en la sangre: el oro. Durante siglos, este metal ha sido parte de la economía de nuestro país. Todos sabemos cuál fue la principal razón para que los conquistadores españoles desembarcaran en estas tierras, y con qué objetivo trajeron los esclavos del África. Por mitológico que parezca, la explotación artesanal de oro ha perdurado en la tradición y la cultura la región. Pero hoy la población timbiquireña que depende del oro enfrenta una amenaza que parece imposible de erradicar: la extracción minera ilegal. Esta, que se realiza por medio de maquinaria pesada y retroexcavadoras, contamina los ríos con mercurio y tan solo les da la posibilidad de barequear a quienes han vivido en Timbiquí por cientos de años. “Nosotros tenemos una economía sostenible. Pero aquí vienen de otras partes del país y del mundo a explotar nuestro territorio y lo contaminan. Los recursos los deben aprovechar nuestros hijos”, le dice uno de los líderes del Consejo Comunitario Renacer Negro al defensor nacional, quien escucha con atención. La minería ilegal, junto con la siembra de la coca, son las dos principales causantes de la violencia en el Pacífico colombiano. La primera es el resultado de la llegada de ‘extranjeros’ que, con titulación o sin ella, explotan irresponsablemente los recursos auríferos de la región y además contaminan con el uso del mercurio. La segunda es la respuesta de los campesinos ante la imposibilidad de ganar dinero con otros cultivos. El Estado no ha logrado garantizar procesos productivos convincentes. Ni siquiera se ha solucionado lo más importante: ¿cómo sacar lo que produzcan de una zona de tan difícil acceso? (Negret habla sobre el tema en la página 30). “Aquí todo el mundo quiere trabajar y quiere la paz”, dice el defensor del Pueblo. Pero, si todo continúa así, será casi imposible que la zona salga de la economía ilegal. Aquí no llegó nadie Después de otras dos horas en lancha la comitiva desembarca en Guapi. En donde se prepara el mejor cocido de camarón de Colombia. Aquí está agendada una Audiencia Defensorial para presentar el informe sobre la situación de los derechos humanos en el Cauca. Los ojos están puestos en el desplazamiento y en los asesinatos de los líderes sociales. A esta reunión están citados todos los ministerios y algunas entidades gubernamentales con el propósito de que se tomen las decisiones inmediatas que brinden garantías a la población caucana. Sin embargo, nadie del gobierno central llegó. Ninguna entidad viajó a escuchar la grave situación de violencia que hoy se vive en la etapa del posacuerdo. “Nos quedamos en las mismas porque no vinieron los que toman las decisiones”, reclama, desilusionado, Danny Eudoxio Prado, alcalde de Guapi. El viaje termina con un llamado de paz que no ha sido del todo escuchado. Esta región le grita a todo el país que no quiere más guerra, ni más cultivos ilegales, ni más líderes asesinados. Y que necesita la ayuda estatal y la atención de todos los colombianos para poder renacer. Pero Colombia no escucha. No ve. El gobierno no acude a las citas. Así es imposible entender al Pacífico, apreciar la riqueza que esconden su gente, sus ríos y su selva. *Coordinadora general de Especiales Regionales de SEMANA.