La propuesta más seria que debería adelantar la escuela en el bachillerato es lograr que sus estudiantes tengan identidad de oficio. Es decir, que sepan con entusiasmo, pasión y certeza qué es lo que van a hacer con y en su vida. Y la escuela no lo hace. Peor aún, con frecuencia lo impide, engolosinada en enseñar una multitud de cosas (currículum único) que no sirven para nada. A mediados del siglo pasado, un joven bachiller tenía mínimas opciones profesionales cuando terminaba: sacerdote, militar, abogado, médico, odontólogo, ingeniero, arquitecto, maestro. Las demás eran actividades de segunda o apenas enunciadas como la psicología, la sociología, la antropología o la economía; y los oficios de otro tipo no daban estatus ni eran aspiración primaria de un reluciente bachiller, como ser músico, escritor o futbolista. Hoy tenemos más de 600 ofertas universitarias y las nuevas profesiones siguen en aumento exponencial. El modelo educativo vertical, jerárquico y represivo que teníamos estaba acorde con nuestra cultura. Aprender de todo no sobraba y el método de la letra con sangre entra permeaba el acto educativo social. Hoy ese modelo murió porque estamos obligados por ley a generar personas no fabricadas para someterse y obedecer a ciegas. Y la sociedad está exigiendo creatividad por encima de toda consideración. La creatividad solo emerge en la libertad del pensamiento y esta es hija de una educación en la pasión y en el disfrute. Sin embargo, la escuela sigue siendo la misma de hace más de dos siglos y por eso estamos viendo escolares cada vez más aburridos y frustrados, pasivos, improductivos y, de contera, depresivos. Y lo más grave, personitas que terminan su secundaria sin saber dónde están paradas, viendo frustradas sus pequeñas ambiciones que no pudieron realizar al estar sometidas a aprender una miríada de cosas inútiles y que les quitan el tiempo y el espacio para dedicarse apasionadamente a un solo tema, puesto que la escuela les obliga a estudiar de todo. Si no lo hacen, les castiga con la nota y les amenaza con expulsiones e imposibilidad de acceder a la universidad, que tiene una impensable oferta de posibles oficios, de los cuales en muchos casos el neófito estudiante desconoce hasta para qué sirven. Si a ese panorama confuso y castrador le agregamos una pandemia que paralizó el accionar normal de sus procesos de vida y les limitó hasta el movimiento, obligándoles a permanecer en casa, y que además les amputó de un tajo el mínimo de planeación que tenían, entregándoles a cambio solo interrogantes sin resolver, el escenario que tienen delante es aterrador. ¿Qué le espera a un joven bachiller, graduado por zoom, sin prom a la vista y exigido de brindar en pijama con sus camaradas de graduación a través de internet? Con una universidad que no tiene la certeza de si el próximo o los dos próximos semestres va a poder permitir que le pisen su césped y que además se empeña en llevar los métodos tradicionales a la virtualidad. Más que respuestas tranquilizadoras solo tenemos preguntas angustiosas, ante una familia amorosa y expectante pero no preparada para orientar profesionalmente (no es su oficio) y un sistema educativo que no da el brazo a torcer para aceptar el cambio estructural que debe venir. Nos queda a los adultos escuchar sus quejas y temores, acompañarlos a pensar y a ordenar sus ideas y apoyarlos en los pasos que vayan dando, estimulando sus logros y permitiendo que encuentren libremente su camino. Si se equivocan, siempre tendrán en nosotros un bastón para levantarse. Solo nos resta creer en el espíritu humano de adaptación y de sobrevivencia que hará que estos jóvenes, tan acorralados por un sistema en crisis, encuentren el camino de un porvenir estable, satisfactorio y feliz. Sin lugar a dudas, tienen con qué. *Médico psicoanalista especializado en educación. Lea también: El inesperado rol de la promoción 2020