En una de las grandes avenidas de Bogotá se encuentra un conjunto de locales famoso por sus precios bajos, donde la moda está al alcance de todos. Yamile está parada en la acera de la Avenida de Las Américas con carrera 58. Parece una transeúnte más que espera a alguien, en medio de la cacofonía del tráfico y los parlantes de almacenes con anunciadores y música tropical. Ve en el camino a un hombre de 40 años y se acerca a él:–Disculpa, ¿te puedo preguntar algo? –Sí… –responde él con amabilidad. –¿Estás buscando tenis?–No –el tipo retoma su caminata un poco decepcionado y se va. –También tengo pantalones, chaquetas, desde 80.000 pesos… –Yamile intenta seguirlo, pero él acelera el paso. Ella, de 20 años, trabaja como vendedora en un local que anuncia en un pequeño cartón escrito a mano su ‘reventón de precios’, en el Pasaje Comercia Kimberly. Le pregunto qué conoce sobre la historia de la zona. –Llegué de Cartagena hace unos años… creo que aquí no había nada.De la industria al comercioYamile no sabe que en 1948 no solo tuvo lugar la destrucción del Bogotazo, sino que se inauguraron proyectos urbanísticos como la Avenida de Las Américas y se trazó una ruta entre el centro (laboral) y el occidente (residencial), con una vasta zona industrial en medio.Entre los años sesenta y ochenta, en Puente Aranda se instaló la mayor parte de las fábricas de la ciudad: carros, cigarrillos, licores, plásticos, alimentos, químicos y medicamentos se producían en sus gigantescas bodegas y proveían a Colombia. Entre todas, floreció particularmente la industria textil, tanto que la legendaria Ecomoda, donde trabajaba Betty, la fea, hacía parte de esta zona –quizás, también, porque el canal que producía la telenovela tiene sus estudios en el mismo barrio–.Con la crisis económica de los noventa y la llegada masiva de productos hechos en China, mucho del fulgor de Puente Aranda se desvaneció. En edificios abandonados surgieron proyectos como clínicas, concesionarios de taxis e incluso Textura, uno de los centros artísticos más interesantes de Bogotá. Sin embargo, siguiendo la cultura de la confección del sector, los que originalmente fueron puntos de fábrica de marcas colombianas dieron paso a esos locales que en el argot comercial se conocen como outlets.Ahora Yamile trabaja aquí los fines de semana, mientras consigue algo mejor. Le pagan un salario “pequeñito” –no me quiso decir de cuánto es– más comisiones del 10 al 15 por ciento por “jalar clientes”.En su tienda se exhiben desde el suelo hasta el techo tenis, pantalones y chaquetas de diferentes marcas, rodeando una butaca para cambiarse los zapatos y dos espejos de cuerpo entero que se acomodan en menos de 30 metros cuadrados. Al servicio de los compradores están una cajera y otros dos vendedores, que también deben salir a la acera a buscar clientes. Detrás de una puerta se esconden cajas con diferentes tallas y colores y una cortina cubre el vestier. Todas las marcas son importadas y los cuatro empleados del local juran que son originales. –Aquí nada es chiviado, como en San Andresito– afirma Yamile con orgullo. –Y es más barato que en los outlets de marca… ¡esos le cobran a uno por el maniquí!Es que los maniquíes son parte de la identidad de la zona: niños con ojos blancos, alienígenas con espejos en la cara, mujeres delgadísimas en poses imposibles, hombres descarados sentados con la mano en la barbilla…Para todos los gustosJunto con las decenas de estos locales anónimos y estrechos, en los que trabajan jóvenes como Yamile, en Las Américas se aglomeran grandes tiendas de marcas internacionales como Calvin Klein, Victoria’s Secret, Diesel, Adidas, Pull & Bear o Levi’s; muchas están sobre la carrera 60, la calle más importante de esta compacta zona comercial; otras, dentro de centros comerciales nuevos, idénticos a los de Estados Unidos. Por supuesto, también conviven las marcas nacionales (aunque hoy muchas fabrican en China), como Totto, Studio F, Aquiles o Arturo Calle. Todas prometen descuentos hasta del 70 por ciento.Yamile sigue en su cacería de clientes. Camina hasta un comando militar con el eterno olor a chocolate de la zona –la mayor fábrica de chocolates del país está a unas cuadras–. Pasa frente a los buses intermunicipales que, como ella, invitan a los clientes a usar sus servicios –en este caso, ir a los pueblos al occidente de Bogotá–. Después de ignorarlas ofertas de los puestos ambulantes de salpicón de frutas, arepa de chócolo, adornos navideños y vidrio templado para el celular, se detiene a comerse una mazorca: –Lo bueno de Bogotá es que nadie se muere de hambre.*Periodista.