Cuando nos veníamos de Cali para Bogotá mis papás hicieron una rifa para ver cuáles de los cinco hijos harían el viaje en carro y cuáles se vendrían en avión. Nunca habíamos montado en avión. Decíamos “montar”, como montar en bicicleta, montar en la rueda de Chicago, montar en columpio, y claro, montar a caballo. Mi hermana mayor se ganó el primero de los dos cupos. Era inútil competir con ella, tenía una “de boba”, decía mi papá. Pero quedaba un cupo, lo rifaron y se lo ganó mi hermana chiquita, la Perita, de modo que las dos niñas se vinieron a Bogotá en avión. También le puede interesar: Milagro en el DC-9 Eran los años sesenta, no había Jumbos, ni Airbuses, ni McDonnell Douglas ni nada de eso. Las aerolíneas colombianas más importantes eran Avianca y SAM, y en menor medida Intercontinental, que creo que entonces se llamaba Aeropesca. A los 14 años monté en avión por primera vez y por primera vez vi el mar, en Cartagena. El avión era un jet de Avianca y el mar era de todos, “azul, gigante, democrático”, como diría el poeta Nicolás Guillén. Pasaron los años. Nacieron los hijos y su abuela compró una casa cerca del golfo de Morrosquillo. Todos los años íbamos a Cartagena para arrancar desde allí hacia San Onofre. En 1995 hicimos el vuelo a Cartagena en Intercontinental, Carmen y yo con los niños. Recuerdo a la azafata que nos atendió, de cola de caballo negra y de ojos negros, muy linda. Una semana después ese avión, en ese itinerario, se incendió en el aire, se chocó contra una loma y se partió en dos. Se salvó solo una chiquita de 10 años. ¿Sería la misma tripulación? ¿Habrá muerto mi azafata? La muerte en un accidente aéreo, hay quienes la codician. Yo me siento tan en poder del destino, que no tengo miedo. No me gusta volar con monjitas, eso sí. No sé por qué. Nunca me ha pasado nada. Salvo un susto en un helicóptero, saliendo de un campo petrolero en Arauca, y de un viaje –también en helicóptero– entre el José María Córdova y Medellín. El piloto me dijo que la puerta se abría y me dio un lazo para que la sostuviera todo el tiempo. Cuando Gabo se ganó el Nobel invitó a sus amigos a Estocolmo. Mi mamá, que era paisa, le dijo: “Noooo, Gabito, yo no me meto un viaje en avión de 20 horas ni de fundas, pero gracias por la invitación”. De modo que hubo otra rifa en mi casa, a ver quién se iba con mi papá, y otra vez se la ganó la Perita. Pero ella, dulce y sentimental, me cedió el cupo. Y yo fui. Nos fuimos como en paseo, cantando y tomando trago, todos felices, a recibir el premio. *Escritor.