Por: Juliana Duque Patiño*El príncipe Sidharta Gautama abandonó las comodidades de su reino con el deseo de descubrir una manera de ponerle fin al sufrimiento. Se acercó a los brahmanes, la casta más alta de la India; compartió con los ascetas, los más humildes; experimentó los excesos y las renuncias, y no encontró respuestas satisfactorias que le explicaran por qué los seres se enferman, envejecen, mueren, y por qué estos eventos inevitables generan tanto sufrimiento. Decidió entonces sentarse a meditar bajo un árbol en Bodhgaya (noreste de la India) y prometió que no se levantaría hasta obtener una respuesta.Se dice que permaneció por días en una profunda absorción de su mente. Enfrentó emociones perturbadoras y observó vidas anteriores. Comprendió que el mundo en el que vivía era la consecuencia de sus acciones, que todas las cosas y fenómenos son impermanentes y que no tiene sentido aferrarse a ellos. Desarrolló el amor ecuánime por todos los seres y entendió que en cada uno yacen la liberación y la iluminación, estados mentales donde no hay temor, ni reacciones a partir de la ira o la confusión, y descubrió el espacio infinito de su mente para el gozo y el amor.Cuando se paró de la sombra del árbol, supo que cualquiera, sin importar su cultura, origen o género, tenía la capacidad de liberarse e iluminarse. Entonces enseñó su dharma, un vasto conjunto de métodos para entrenar la mente. Esto sucedió hace más de 2.560 años, a Sidharta se le conoce como el Buda Sakiamuni.Esta historia suena lejana y fantástica, pero no lo es. Nunca como ahora, las enseñanzas del Buda han estado tan cerca de todos. Por más de dos milenios, el budismo ha viajado entre culturas y sociedades. Ha florecido y desaparecido en muchos países. Esta cualidad transmigratoria responde a que el lugar donde se asienta una escuela budista debe gozar de ciertas condiciones favorables para que la gente pueda entender el dharma: requiere de una población culta, educada, inteligente, pero sobre todo que se pregunte y busque respuestas más allá de los dogmas religiosos, los quehaceres ordinarios o el dinero.Puede leer: Bestiario del Norte: la divertida mirada de Santiago Rivas a la fauna bogotanaEn Chapinero hay, mal contados, seis o siete centros o grupos budistas de meditación. El número va en aumento. Y no es casualidad. “Este barrio tiene la mezcla perfecta de muchos tipos de personas, la variedad es algo familiar. Aquí la gente del sur se siente igual de cómoda a la del norte”, dice Kelsang Sangton, un monje maestro de budismo Kadampa, tradición originaria del Tíbet, que abrió su primer centro en Colombia en 2016, en la calle 65 con carrera octava. Sangton, de origen mexicano, lo practica hace más de diez años. Él explica que el budismo propone: “Entender que los otros quieren ser felices y no sufrir, al igual que nosotros. Desde ese deseo todos somos iguales”.Amigos en el caminoAl grupo de personas que asiste con regularidad y medita entre amigos se le conoce como sangha. En esta localidad hay sanghas de budismo Zen, Gelupa, Kagyu, Kadampa, entre otras. Juan Franco es profesor viajero del Camino del Diamante, escuela del linaje Karma Kagyu, de origen tibetano. Él y su sangha meditan desde hace siete años en la calle 67 con carrera sexta. Juan celebra la oferta budista del barrio: “Las escuelas no nacieron para competir entre sí, surgieron porque el Buda dejó enseñanzas para todos.El budismo entiende que todas las escuelas espirituales son como medicamentos en una gran farmacia; cada quien toma el que necesita”.En 2013, Ximena Villamizar conoció en Francia la práctica Mindfulness del maestro vietnamita Thich Nhat Hanh. Hoy, en Bogotá, junto a su sangha que no para de crecer y con la que se reúne en diversos espacios del barrio, explica por qué siguió este camino: “Nuestra búsqueda espiritual fue condicionada por los dogmas de la Iglesia católica. Pero cuando surgen brotes de cambios espirituales en la conciencia colectiva, esos brotes se multiplican. El budismo hace que se muevan y se sacudan las estructuras mentales”.El centro budista más antiguo de Chapinero se llama Karma Thegsum Chöling, está en la calle 63 con carrera tercera. Allí empezó a meditar Juan Franco en 1990. En esa época las pocas enseñanzas que llegaban a la capital eran de lamas monásticos. A Juan le resultaba interesante, pero solo se sintió conectado cuando conoció a un lama laico, Ole Nydhal, quien con su esposa Hannah Nydhal fundaron la escuela del Camino del Diamante. “Ellos llegaron en ‘jeans’ y camisetas. Eran muy divertidos. Tenían un estilo claro y menos acartonado. Explicaron el dharma en Occidente de una manera cercana”, recuerda.En el budismo es fundamental la conexión con el maestro. Por eso las escuelas les recomiendan a las personas que exploren y revisen las prácticas, la sangha y los maestros, al menos al principio. Que haya más lugares para meditar en Chapinero es una buena noticia para quienes empiezan a sentir la inquietud que tuvo el Buda hace 2.560 años, y que Ximena resume cuando habla de las motivaciones de las personas para acercarse al Mindfulness: “Quieren liberarse del sufrimiento, del estrés. Del universo de los pensamientos que siempre están ahí y no se detienen, ellos son los que más nos causan sufrimiento”.*Coordinadora de Especiales Regionales de SEMANA.