La literatura homosexual, escrita en atmósferas de represión religiosa, oscila entre el desgarramiento y la vacilación, entre la sensatez y la valentía. Está cargada de un oculto erotismo cuyo rasgo esencial se mide por su capacidad transgresora. Se expresa, a veces, por medio del canto narcisista con tintes bucólicos, como sucede en Hojas de hierba de Walt Whitman. En otras ocasiones, es la irreverencia erudita lo que prevalece, como lo manifiesta el Corydon de André Gide. Otras más, asume un discurso misógino a partir del desbordamiento acalorado de ansiedades viriles, como es el caso de Teleny, escrito supuestamente por Oscar Wilde. Pero es el temor a la confesión, y así ocurre en el Alexis o el tratado del inútil combate de Marguerite Yourcenar, en donde surge uno de sus terrenos más llamativos.Alexis ilumina una identidad que se quiere esconder, pero cuya invisibilidad es imposible. La novela puede leerse como un combate contra la costumbre de la moral cristiana, y también como una liberación de quien reconoce que en el ejercicio del amor “diferente” hay un máximo reto existencial. Ahora bien, la dificultad en decir una verdad incómoda posee un vínculo con la relación que hay entre la palabra escrita y el pensamiento. La primera casi siempre traiciona al segundo. En el camino hacia la exactitud y la sinceridad, el lenguaje se torna escurridizo y la vacilación es frecuente. Al inicio de Alexis el obstáculo aparece de inmediato. Ante un sujeto tabú, como es el de la homosexualidad, se presenta un óbice quizás mayor: la necesidad de hablar claramente. Así sea en voz baja, como era usual hacerlo en las atmósferas enrarecidas de las familias burguesas de antes de la Primera Guerra Mundial. “A cada palabra que trazo”, le escribe Alexis a su esposa, “me alejo un poco más de lo que quisiera expresar”. Luego, cuando cree que ha dicho algo revelador, reconoce su yerro y afirma: “Me doy cuenta de que no he explicado nada”. Es en esta ambivalencia de querer decir y no poder hacerlo como se quiere donde va tejiéndose la confesión, el discurso propiamente estético de la obra de Yourcenar.

¿Cómo imaginamos a Alexis? ¿Qué rostro tiene el joven que interrumpe sus diarios ejercicios de pianista para develar, entre el miedo y la epifanía, el rasgo de su amor malsano? ¿Cómo es su voz y de qué manera ella modela la dimensión de su deseo? Lo imaginamos con nuestro rostro. Su voz, de alguna manera, es nuestra voz. Su soledad también es la nuestra. No estoy refiriéndome, sin embargo, a una simple comunión entre lector, personaje de novela y autor homosexuales. Alexis va mucho más allá de la hermandad propuesta por la internacional gay de nuestros días.Alexis parece más bien negar, o al menos evitar, las públicas declaraciones de los amores irreverentes. Nada más inadecuado que imaginarlo a él, o a aquellos que se le asemejan en carácter y en convicciones, lo que equivale a decir en pudor y en reticencia, ondeando en las calles y parques de las grandes ciudades la bandera de los siete colores del arco iris y moviendo su cuerpo al ritmo de la música electrónica que suele acompañar esas manifestaciones ruidosas del deseo.Alexis pertenece, por el contrario, al ámbito de lo secreto. Se aleja del paroxismo del yo plural que, literalmente, “se despluma” en las calles y las plazas del mundo occidental. Su confesión busca los aposentos tamizados por luces crepusculares. Porque lo que él quiere decir linda con la extrañeza que suscita un yo solitariamente desgarrado. Cuando leí por primera vez este tratado, imaginé al personaje como si yo mismo estuviera amando y hubiese una sensación rara en esa forma de desear al otro. Alexis no solo es un tratado, y no es inútil por supuesto, de cómo se lucha contra el peso de los hábitos amatorios en las familias burguesas. Es también una indagación del intrincado y asfixiante arte de amar hasta la renuncia y la separación.Uno de los factores que tornan asfixiante el universo de Alexis es el silencio. De su realidad opresiva, hecha con palabras no dichas, brota la urgencia de la música. Ella es una de las formas de exorcizar el peso que se ha cernido sobre Alexis, su familia, su sociedad, como una falta casi que imperdonable, pues las circunstancias fundamentales que se presentan en tales coordenadas son aquellas que es obligatorio callar. Y la música cercana a Alexis, justamente, es “lenta, llena de largos silencios y sin embargo verí- dica”. Una música que se adhiere a la mudez para nombrar la turbiedad que se habita.Alexis es un joven de formación protestante. Crece en un ambiente sesgado por la represión sexual del viejo imperio austrohúngaro de finales del siglo XIX. Pertenece a una familia de numerosas mujeres en donde la tristeza y el temor son frecuentes. “No se ríe mucho en esas viejas familias”, escribe. “Se termina incluso por habituarse a hablar en voz baja, como si se temiera con ello despertar recuerdos que es preferible dejar dormir en paz”. Su dilema está surcado por unas realidades culturales propias de la burguesía de entonces. De algún modo, como se refiere Michel Foucault al homosexual del siglo XIX, Alexis es un personaje que se debate con “un pasado, una historia y una infancia, un carácter, una forma de vida”. El asunto del pecado es primordial en Alexis. No podría decirse, como lo hace Yourcenar al referirse a la poesía de Kavafis, que toda noción de pecado le es extranjera. Si la angustia es eliminada en la obra del poeta de Alejandría, eliminación que se produce por la sabia adultez que envuelve su escritura, en Alexis esta es la que empuja la escritura de la carta. Y es que la angustia en materia sensual es, por lo general, un fenómeno de la juventud. Es verdad que si la poesía de Kavafis es una poesía de carcamal, la carta que conforma la primera novela de Yourcenar es propia de un joven. Una de esas cartas que se leen siempre con la emoción con que leemos esas otras cartas de la juventud escritas por Rilke para el aprendizaje de la poesía. Porque si no es para comprender el fenómeno en que se nace y se desarrolla un artista, ¿para qué otra cosa puede leerse la carta de Alexis?Lo que devela Alexis, con sus parálisis en el momento ígneo de la confesión, con sus largas divagaciones familiares y sus ensoñaciones veladas, es la complejidad de una culpa. A veces el lector espera, con la expectativa que suscitan los entresijos de esta carta, que haya un instante en que la abyección clandestina se revele y surja, como sucede en los mejores momentos de una cierta literatura homosexual, con toda su belleza transgresora. Pero Alexis no obsequia ese tipo de placeres literarios. Yourcenar no es Wilde ni tampoco Gide.La relación de Yourcenar con Gide es indispensable. Hay un primer contorno que tiene que ver con el lazo entre los contenidos de Alexis y Corydon. Ambos libros beben en la fuente antigua, particularmente en la segunda Égloga de Virgilio. De hecho, Alexis es el joven del cual se enamora el pastor Corydon. Igualmente, si aquí se trata de un Tratado del inútil combate, este subtítulo remite al Tratado del inútil deseo, que es una de las obras de la juventud de Gide. Pero aquí podría culminar el parentesco. La misma Yourcenar aboga por un puente más sólido con Rilke. De Los cuadernos de Malte Laurids Brigge provendrían, entonces, las continuas reflexiones que Alexis ofrece sobre la muerte y la enfermedad, su religiosidad honda y el tono escrupuloso de su confidencia, el tema del espejo que es recurrente, el culto respetuoso al dominio ancestral y la figura privilegiada hacia la madre. La caída social de Alexis, es decir, la vivencia de la pobreza material, es algo que, incluso, hermana las dos obras. Con todo, un libro como Alexis hubiera suscitado gran reserva en Gide. No hay que olvidar que este último pensaba que su Corydon adolecía de un aire timorato. Extraña timidez, pues se sabe que el libro, al ser divulgado, y gracias a su valentía expresada sin tapujos, despertó el repudio incluso en los círculos más progresistas de la intelectualidad francesa de las primeras décadas del siglo XX. Alexis sería, para este apologista burgués de la homosexualidad, algo así como una protesta hecha elocuentemente pero en voz baja. Elocuencia que bien podría asociarse con el estilo glacial y tembloroso del libro. O con esa limpidez estilística anotada por el padre de Yourcenar que, como se sabe, fue su primer lector.El carácter de esta intimidad a sotto voce está anclado en el hecho de que Alexis se cree enfermo. Su padecimiento es fisiológico y moral. El músico, como era usual en su época, cree que su deseo es anómalo y que lo suyo forma parte de una patología quizá curable. Su cura, no obstante, y a eso apunta la escritura de la novela, depende de la capacidad de aceptar su propia condición. Mejor dicho, en palabras de Gide, esta intención consistiría no en curarse, sino en aprender a vivir con sus propios males. Porque, y es menester precisarlo, el propósito de Corydon es formular la defensa de una homosexualidad no enfermiza para que cualquier malestar físico o moral sea superado. Por tal razón, la lectura del libro de Gide se ofrece, entre otras cosas, como una autoayuda en el más estetizante sentido de la palabra. Mientras que Alexis actúa acaso como una consolación que no solicita el perdón ni el juicio, sino más bien una comprensión de tipo fraternal. Una queja que añora la confidencia salvadora: “Sin haber sido capaz de vivir según la moral ordinaria”, dice Alexis al final de la carta, “trato, al menos, de estar de acuerdo con la mía”.¿Hasta qué punto, entonces, las nociones de felicidad, de plenitud, de validez del placer están presentes en Alexis? Son ellas, quizás, las que en verdad fundan la rebeldía y hacen que esta confesión no dicha del todo sea indispensable. Las categorías del bonheur rigen la búsqueda de Alexis, así ellas no sean gozadas abiertamente. Pero es probable creer que lo sean cuando Alexis esté separado de Monique y siga el camino de su opción sexual. Es decir, cuando pueda instaurar en su cotidianidad lo que con Monique resulta imposible. Alexis quiere ser feliz, pero quien escribe la misiva es un desgraciado cuyo bienestar está distante de su cuerpo y su conciencia. Hablo, claro está, de una felicidad de los sentidos, de una condición sexual basada en la libertad que ejerce el libre albedrío y que en Gide, y sobre todo en la Yourcenar de Memorias de Adriano, está reflejada con amplitud.