París era una fiesta, sí, pero ya todos se habían ido. Cuando llegué a la ciudad, a mediados de 1996, lo hice con la plena y desvergonzada conciencia de estar persiguiendo una mitología, un territorio de fantasmas. Llegué a París porque allí se habían escrito libros que me importaban, del Ulises de Joyce a La casa verde, de Vargas Llosa; llegué a París, también, porque ningún joven latinoamericano, si ha descubierto que la literatura es su única manera de estar en el mundo, es inmune a las trampas y los sortilegios de Rayuela. La novela de Cortázar se convirtió para varias generaciones de aprendices en una bitácora de vida, pues sugería la existencia de un lugar inverosímil donde el arte y los libros eran todo lo que uno quería que fueran. Pero ese lugar, por supuesto, estaba en la novela, no en las calles. Escribo estas líneas muy cerca del Hotel de Flandre, donde Gabriel García Márquez llenó página tras página de El coronel no tiene quien le escriba. Ahora hay una placa que conmemora el hecho, y por eso es útil recordar que el París de García Márquez, aquel corresponsal de El Espectador que llegó en 1955, es la otra cara del relato: un lugar hostil donde se pasa hambre y se sufren agresiones y los amores se dañan, un lugar que huele a col y no a guayaba caribeña, un lugar donde ser latinoamericano es esperar todos los días a que se caiga un dictador. En esos años Trujillo gobernaba en República Dominicana y Somoza en Nicaragua y Batista en Cuba; Odría gobernaba en Perú y Pérez Jiménez en Venezuela y Rojas Pinilla en Colombia. Y aquí, en la rue Cujas, los latinoamericanos que no tenían dinero ni para el periódico se levantaban todos los días, abrían la ventana y escuchaban al poeta Nicolás Guillén, que desde su ventana abierta leía para ellos las noticias del día. “¡Se cayó el hombre!”, gritó una vez. Y los latinoamericanos corrieron a asomarse a la ventana, todos con la esperanza de que el hombre caído fuera el suyo. Lea también: El Núcleo: un circo bogotano que nació en París y viaja por Europa Sea como sea, lo cierto es que la relación de los latinoamericanos con París ha estado siempre rodeada de malentendidos. Cuando el siglo XX apenas debutaba, Rubén Darío llegó a la capital francesa con la intención explícita de hacerse reconocer como poeta; y es memorable ese reclamo de Valéry Larbaud en que le decía que no les hablara a los parisienses de sus bulevares, por favor, ni de los cafés, pues a ellos lo que les interesaba era la selva y la pampa. (El latinoamericano profesional, el profesional de los exotismos para la venta, puede haber nacido allí; también puede haber nacido allí el buen salvaje del que habló muy bien Eduardo Caballero Calderón). Medio siglo más tarde, Cortázar llegó a París, entre otras cosas, para escapar de Argentina: véase Cartas de mamá (pero no se tome literalmente). Vargas Llosa no llegó para escapar, sino para encontrarse: pues aquellos eran los años de Sartre y de Camus y de una idea de la literatura como agente de cambios sociales (de las palabras como actos, diría uno) que respondía por vías profundas a sus inquietudes y a su temperamento. No, no se puede menospreciar la influencia que tuvo París –su vida política, intelectual, literaria– en la educación sentimental de América Latina. También la tuvo, mucho me temo, en los que vinimos después. A menos que uno sea un cínico redomado, hay una cierta familia de las ideas francesas que sigue dando forma a nuestra percepción del mundo. Yo sé que sigo volviendo a Camus en busca de respuestas y a Diderot en busca de nostalgias (en estos tiempos en que la Ilustración no está de moda), y puedo decir que sentí los horrores de Charlie Hebdo y de Bataclan como si hubieran ocurrido en la esquina de mi casa. Porque la víctima de esos ataques no fue la sociedad francesa, ni siquiera lo que los políticos llamaron “los valores republicanos”, sino una historia: la historia de unas ideas que siguen dando forma a nuestros mejores impulsos como sociedades. Yo, por lo pronto, sigo sintiendo por París una emoción muy parecida a la gratitud. Le recomendamos: Diana Crump: entre la armonía y la contradicción *Escritor.