¿Por qué la mayor crisis humanitaria de América Latina, la de los migrantes y refugiados venezolanos, no ha recibido una atención proporcional a su escala y gravedad? Si el número de personas forzadas a emigrar por el hambre y la persecución política sigue en aumento –se estima que son 4 millones– y se acerca de manera riesgosa a la cifra de sirios expulsados por la guerra –5 millones–, ¿por qué no ha habido una respuesta regional coordinada y de largo plazo? Hay varias razones que explican ese vacío. Desde la corta memoria de los latinoamericanos, que olvidamos cómo Venezuela acogió a millones de ciudadanos de nuestros países en épocas mejores para ella y peores para nosotros, y la falta de preparación de los Estados de la región para atender una crisis de este tipo. Aquí me quiero detener en una razón más insidiosa: el oportunismo político del que han sido víctimas los migrantes y refugiados. Primero en Venezuela y luego en los demás países de la zona. Los venezolanos que tuvieron que migrar son víctimas de una doble injusticia. Inicialmente, sufrieron los efectos de las políticas económicas ruinosas y el desmantelamiento de la democracia del gobierno de Nicolás Maduro. Sin alimentos ni medicinas (cuya escasez administra el régimen para favorecer a sus adeptos), y con una inflación que este año se proyecta en 1 millón por ciento, no tuvieron otro recurso que caminar las carreteras de los países vecinos con la casa a cuestas. Muchos huyeron de la represión del gobierno –desatada por las protestas del año pasado–, por lo cual califican en el estatus de refugiados. Porque, de acuerdo con la Declaración de Cartagena de 1984, se obliga a las naciones de la región a acoger a quien “se hubiera visto obligado a salir de su país porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público”. ¿No es esta la situación de los venezolanos? Y sin embargo, para el gobierno Maduro, los migrantes no existen. Aquí está la segunda injusticia, la del oportunismo político, la de mantener a toda costa la versión oficial. Según esta, la crisis venezolana es información falsa, “usada de manera bárbara, criminal y xenófoba por gobiernos racistas”, como dijo hace poco Jorge Rodríguez, el ministro de Comunicaciones de Venezuela. El oportunismo no ha sido solo del gobierno venezolano, sino de los sectores políticos de toda la región, tanto a la izquierda como a la derecha. Lamentablemente, la izquierda política, e incluso algunas organizaciones de derechos humanos, fueron demasiado lentas y tímidas a la hora de documentar y condenar las violaciones a la libertad y el giro autoritario de la administración Maduro. Cuando en 2016 Provea –la reconocida ONG y centro de estudios venezolana– concluyó acertadamente que el régimen había cruzado la línea que separa la democracia de la dictadura al aplazar las elecciones regionales, se encontró con la reprobación hostil de parte del progresismo latinoamericano. La derecha es el sector que más ha explotado políticamente el fantasma de Venezuela. Basta recordar las críticas inverosímiles, pero eficaces, del uribismo contra el proceso de paz y durante el gobierno de Santos cuando tildaron al país de “castrochavista”, además de la invocación exitosa de la crisis venezolana para ganar votos (en Perú, Argentina, México, Chile y ahora en Brasil). Si la izquierda es sincera en su preocupación por Venezuela y sus migrantes, y si la derecha es consecuente con sus críticas a la dictadura de Maduro, la conclusión es la misma: los Estados latinoamericanos deben desplegar programas coordinados y de largo plazo para atender y acoger a los venezolanos que huyen de su país. Programas como los que está intentando liderar la OEA, y que son posibles solo si se toma en serio la situación crítica de los migrantes y se deja a un lado el oportunismo político. *Director de Dejusticia.