Sí, nos gusta comprar, y es mucho menos banal de lo que parece. Aunque sea motivo de burla y de sarcasmo, como en aquella caricatura polémica de Matador que muestra a las astronautas de la primera caminata espacial femenina obnubiladas por un anuncio de descuentos en ropa y accesorios en el mundo exterior, ese instinto femenino ha determinado transformaciones sociales profundas, tal como la debilidad masculina por el sexo ha trazado decisivos, y a veces fatales, rumbos históricos. Para bien o para mal, las compras nos transformaron. La aparición de los primeros grandes almacenes, precursores de lo que son hoy las tiendas por departamentos, les abrió el mundo a las parisienses y londinenses de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Había una nueva opción a las tardes de costura, té, tertulia y cotilleo en las casas, que eran en el fondo jaulas de oro. Pasar el día en la calle empezó a ser socialmente aceptado. Los lujosos almacenes fueron pensados como un reino de las mujeres: en el fondo jaulas de oro. Ahí también fuimos cautivas. Nacía el consumismo: comprar para pertenecer, comprar para parecer. Pero cambiaban otras cosas, a la par. Surgieron empleos para las mujeres, que empezaron a obtener ingresos y a desempeñar un rol social distinto. Clientas y vendedoras se mezclaron en el mismo espacio y, en el gusto por las mismas cosas, desarrollaron una solidaridad de género que luego se transformaría en causas más trascendentales como la lucha por el voto. En lugares como la tienda Selfridges las sufragistas británicas hacían proselitismo y encontraban apoyos. Por supuesto, pasaban cosas más serias como las guerras, que forzaron a las mujeres a trabajar, a conseguir dinero y a tomar las riendas. A proveer, a comprar. Y desde entonces se mostró también que somos buenas para encontrar precios bajos, que somos audaces para administrar. Y hay en ello todo un acto de poder. Compro porque puedo, porque me gusta, porque es mi dinero y me costó trabajo, compro porque lo merezco. Y caigo a veces en la tentación de comprar porque está barato. Una trampa bien diseñada y peligrosa. Pero también la decisión de no comprar es un acto de poder, y lo ejerzo. La conclusión de que el objeto de deseo no es necesario, aunque sea atractivo y esté al alcance, es una victoria aún mayor sobre el impulso. Como en el sexo.