Éramos muy pobres, tanto, que éramos cómicamente pobres, decía el escritor norteamericano William Saroyan en My name is Aram, uno de los libros más bellos que puedan leerse. Creo que Aram era el que por las noches, en la granja en que vivía, se pasaba despacito al establo del vecino y sacaba un potro blanco que este acababa de comprar. Lo galopaba a pelo, durante la noche, por los potreros, las quebradas, los bosques… El dueño, intrigado, miraba por la mañana a su caballo lavado en sudor. Yo creo que al cabo supo de Aram, pero nunca le dijo nada. El poeta mexicano Carlos Payán había nacido en el Centro del D.F y era pobre de solemnidad. Una Navidad, con muchos trabajos, sus papás le compraron unos zapatos. Ya eran necesarios. El 25 por la mañana salió pues el niño por las calles del barrio, estrenando sus zapatos nuevos. En una esquina un desconocido lo detuvo y le preguntó si no sabía de la casa en que estaban dando regalos a los niños. Aquella, le dijo señalando, la de la escalerita, ¿no quieres ir y que te den un regalo muy bonito? El niño dijo ilusionado que sí. Pero quítate los zapatos, dijo el hombre, porque si te ven estrenando no te dan un buen regalo. Déjalos aquí, que yo te los guardo. El niño se quitó sus zapatos nuevos y salió corriendo a la casa, pensando en triciclos y balones. Tocó y le abrieron y le dijeron que no, que ellos no estaban regalando nada. Cuando volvió a la esquina, ya el desconocido no estaba. ¿Cómo consolar a ese niño? Hace ya 30 años se firmó por parte de 195 países del mundo la Convención sobre los Derechos del Niño. Hay que aplaudir eso. Y hay que recordar que, si bien ha ayudado inmensamente, estamos todavía lejos de honrar sus compromisos cabalmente. Lejos. Y Colombia, particularmente, mucho más lejos. Los niños son la ilusión, la sal de la vida. Un país que no cuida a sus niños, no tiene perdón ni futuro. *Escritor