En un hogar infantil al sur de Bogotá, la psicóloga Elsa Castañeda Bernal encontró un niño de 3 años que los profesores declaraban como autista. A ella le pareció que el diagnóstico no era exacto. Aunque no hablaba nada, el niño sí recibía instrucciones y las llevaba a cabo. Había llegado a la capital luego de haber sobrevivido a una masacre en el sur de Bolívar. Una madrugada, mientras su mamá lo estaba lactando, hombres armados del paramilitarismo entraron a su casa asesinando a todo el mundo. A la mujer le pegaron un tiro en la cabeza y cayó doblada encima del bebé –tenía 3 meses de nacido–. Al día siguiente, cuando las autoridades hicieron el levantamiento de los cuerpos, encontraron vivo al crío y aún pegado del pezón aterido de su mamá. Elsa se encargó de las terapias de rehabilitación del niño durante dos años, tiempo que le bastó para hacer que hablara de nuevo. “La guerra le había quitado la palabra”, explica. “Y por medio del arte logramos que la recuperara”. Esta psicóloga y economista, candidata a magíster en estética e historia del arte, es una de las grandes expertas en atención y recuperación de la salud mental de niños en primera infancia –de 0 a 5 años– con afectaciones dejadas por el conflicto armado. Durante los más de 27 años dedicada a esta especialidad, ha atendido a menores de edad sobrevivientes de tres de las masacres más horrendas y epigonales del país: las de El Salado, Bojayá y El Aro. Además, ha podido conocer y guiar la recuperación de casos in situ en regiones tan apartadas como El Tigre (Putumayo), Tierradentro (Cauca) y Tierralta (Córdoba). “Todos los niños son recuperables”, afirma, convencida de que es su leitmotiv. “Si no fuera así, yo me retiraba de este trabajo”. Lo que la teoría describe y que Elsa ha comprobado en campo es que las afectaciones en los niños dependen del hecho victimizante. Para un menor de 5 años que debió atestiguar el asesinato de sus padres la consecuencia más delicada y frecuente es la que le ocurrió al niño del sur de Bolívar: pérdida de la expresión oral. Mientras que para uno de igual edad que no vio morir a ninguno de sus seres fundamentales, pero que sí debió salir desplazado y perder repentinamente su entorno, el daño se manifiesta como una desaceleración de su desarrollo mental y social, la interrupción de la configuración de su vida. “El desplazamiento le quita al niño sus lugares y amigos de juego, y reconstruir esa pérdida es muy difícil. Además, cuando ese niño vuelve a la escuela ha pasado mucho tiempo, que es el tiempo que a una familia desplazada a la fuerza le toma adaptarse y reacomodarse en su nuevo lugar. Para el niño ese tiempo perdido es su infancia”. Le puede interesar: Cómo reducir las cifras de niños, niñas y adolescentes que son víctimas de violencia en Colombia Casos igual de complejos ocurren cuando los hechos victimizantes les suceden a niños mayores de 5 años. Su mayor afectación es el miedo y la desconfianza. El miedo que casi siempre se deja ver cuando el niño se atemoriza con sonidos elementales porque los relaciona con los sonidos de la guerra. Las aspas de un helicóptero tajando el viento o el estruendo de un motor de avión de pasajeros pueden hacer que el niño, que ya no se encuentra en zona de guerra, se tape los oídos, se tire al suelo, quiera protegerse de un ametrallamiento desde el aire o de un bombardeo. Elsa pone un ejemplo con el caso del futbolista Juan Guillermo Cuadrado: “A él le tocó el asesinato de su papá. Y él ha contado que cuando hace un gol y escucha el estruendo en el estadio, vuelve y escucha los tiros que mataron a su papá”. Luego, la desconfianza o la pérdida de la fe en los demás. Esto lleva a que el niño descrea de los límites del comportamiento, por el hecho de que no les concede ninguna trascendencia humana a la vida de los otros. Sin esos límites, el niño no dimensiona la gravedad de entregarse al consumo de drogas devastadoras ni siente aprensión a la hora de matar personas. “Y si estos niños llegan a vivir en contextos marginales, sin atención estatal, pueden volverse fácilmente parte de grupos armados”. Uno de los problemas más graves causados por la violencia y que no ha sido tenido en cuenta con suficiente énfasis por la política pública es la deteriorada salud mental de la sociedad colombiana por causa de los hechos violentos. Desde la época de la confrontación armada partidista de mitad de siglo XX hasta estos días de disidencias y grupos emergentes, la impronta de nuestro salvajismo ha quedado marcada en la conciencia colectiva. En opinión de Elsa Castañeda, esto ha hecho que esta violencia tenga un “carácter transgeneracional”. Es decir: “Nacen niños en familias cuyos padres no han tramitado ni superado sus dolores de la guerra. Y así como los niños heredan los rasgos físicos, también heredan los dolores de los padres”. El resultado es un país que no ha podido hacer el duelo de violencias pasadas y que por ahora tampoco podrá hacer el duelo de las violencias presentes. “Tenemos más de 8 millones de víctimas y no han sido atendidas en su salud mental”, explica Elsa. “Los hijos de estas víctimas heredarán el mundo lleno de dolor que estos padres de familia sin duelo pudieron construir. ¿Cómo será la salud mental del país en las generaciones que vienen?”. Ante este trágico escenario, ella misma propone estrategias: “Con todo respeto, yo no le apostaría mucho a trabajar en ese duelo con los adultos; le apostaría a hacerlo con los niños mediante procesos de construcción de memoria y arte. La única manera de resolver esto es tener más música, más danza, más ‘performance’, más expresiones culturales que les permitan a los niños manifestar ese dolor y hacer ese duelo colectivo”. *Cronista.