Más de 24.000 niños de padres venezolanos que nacieron en nuestro país en los últimos cuatro años tienen nacionalidad colombiana. Esta medida excepcional y temporal entró en vigencia el 20 de agosto de 2019, con ella el Gobierno intenta mitigar las condiciones de vulnerabilidad de estos menores que corrían el riesgo de la apatridia. La ley no asegurará su bienestar, pero es un primer gran paso. Dotar a estos niños de derechos significa también proteger el futuro de sus entornos inmediatos. Colombia enfrenta un fenómeno único en su historia. Nunca había recibido tantos migrantes y aún está descubriendo cómo actuar para evitar un colapso institucional. De acuerdo con los datos más recientes, en nuestro país viven alrededor de 1.408.055 venezolanos y más del 30 por ciento de ellos permanece en condición de irregularidad. Esto ocurre, en buena medida, porque muchos de quienes arribaron al territorio nacional son viajeros de pocos recursos económicos, llegaron aquí sin dinero ni planificación; fue un viaje forzoso, desesperado. “Hemos hecho muchas adaptaciones para ampliar el alcance en la prestación de servicios, en particular en los Ministerios de Salud y Educación. La situación requería que capacitáramos personal, sobre todo a nivel local, para atender la situación. Porque, más allá de las funciones de la Cancillería y de Migración Colombia, que deben ser fortalecidas por el Gobierno; son las instituciones municipales las que brindan los servicios sociales”, dice Felipe Muñoz, actual gerente de Frontera con Venezuela, de la Presidencia de Colombia. Otro enorme reto lo afronta la Registraduría Nacional, que debe atender a los retornados colombianos; las cifras oficiales estiman que podrían ser más de 400.000. Para los migrantes, el golpe psicológico del desplazamiento en condiciones tan precarias es estremecedor. Se construye una cadena: tras las demandas laborales de aquellos que arriban al país y no consiguen empleo, llegan la ausencia de dinero, el hacinamiento y el déficit de atención en salud y educación. A partir de esta realidad surgen los abusos sexuales, la mendicidad, la prostitución infantil y una fuerte inestabilidad emocional. El Estado es el único actor que conseguiría mejorar estas condiciones, pero no puede solo. “Tenemos dos preocupaciones recientes, para solucionarlas trabajamos de la mano con el Ministerio de Educación y la cooperación internacional. La primera es la salud sexual y reproductiva. Hemos identificado problemas de violencia de género, maltrato familiar y enfermedades transmisibles, como el VIH. La segunda son los temas de salud mental, que afectan mucho a los niños; pero esto tiene que ver con la disponibilidad de recursos”, reconoce Muñoz. Alto en el camino Hace poco recorrí varias ciudades y departamentos de Colombia, invitado por la Fundación Plan Internacional, con el fin de escuchar las problemáticas comunes de las mujeres, adolescentes y niñas en situación de vulnerabilidad, en especial de aquellas que han llegado desde Venezuela. Conversé con decenas de ellas, hablé con las autoridades locales, los líderes comunitarios, los trabajadores sociales y los defensores de derechos humanos. Me quedó claro que el panorama de la niñez en riesgo es alarmante y que la migración de venezolanos definirá las políticas locales y nacionales en los próximos años. Será decisivo el trabajo que se lleve a cabo, especialmente, con los hijos de los inmigrantes. El impacto social, cultural y administrativo de este fenómeno es palpable en el país. Los venezolanos representan hoy el 5 por ciento de la población de Cartagena, de acuerdo con los datos de Migración Colombia, y ocupan el 9 por ciento de la oferta educativa oficial. En Soledad, cerca de Barranquilla, hay sectores pobres poblados casi enteramente por personas que han llegado desde el país vecino, muchas de ellas cuentan con la doble nacionalidad. En la ciudad fronteriza de Cúcuta las dinámicas cotidianas han cambiado. Jonathan Mejía Maldonado, jefe de Acceso y Permanencia de la Secretaría de Educación, me contó que en 2015 había 700 estudiantes venezolanos en el municipio, hoy la cifra ronda los 10.000. Y advierte que la situación de los niños sin escolaridad es dramática porque no cuentan con los recursos físicos ni humanos para afrontar esta realidad que los desborda. No tienen ni espacios ni docentes. Hay 12 veces más estudiantes que hace cuatro años, pero cuentan con la misma infraestructura. Y además deben enfrentar la xenofobia, de tres planteles educativos tuvieron que retirar los carteles donde se leía “No se aceptan niños venezolanos”. Lea también: Los derechos de la infancia en el contexto de la migración Ariana Peña es una madre venezolana de 18 años que vive en el asentamiento Alfonso Gómez, un caserío con calles de tierra donde se estima que hay más de 850 familias, la mayoría migrantes. Ella habita en una casa de lona y estacas de madera junto con otras 11 personas, sin luz ni agua. Allí se apañan como pueden, en diez metros cuadrados, sobre una vieja colchoneta. Solo una de sus hermanas, la de 14 años, pudo obtener un cupo para cursar octavo grado en un liceo. La niña se despierta a las tres de la mañana para estudiar y hace poco su esfuerzo se vio recompensado, recibió una condecoración por obtener las mejores calificaciones de su salón. Mientras Ariana me cuenta esto, recuerdo lo que me dijo Jonathan Mejía: muchos padres venezolanos envían a sus hijos a los colegios en Cúcuta para que puedan asegurar al menos una comida al día. Los que no aprovechan estos cupos suelen estar desempleados y viven lejos. Como se les hace imposible costear el transporte, obligan a sus hijos a trabajar en la calle. Evitar el colapso Las chicas son víctimas de una violencia muy clara contra sus cuerpos, campean las violaciones y las redes de prostitución infantil. También los embarazos adolescentes. En julio de 2019 en el asentamiento Alfonso Gómez capturaron al violador de una niña menor de 10 años. Ese mismo día hablé con una joven que había tomado la decisión de prostituirse para ayudar a pagar el arriendo de una casa en otro caserío de Cúcuta, en la que vivían ella, su madre, su abuela, su hermana menor, su hijo y otras siete personas. Luego de dos meses tuvo que entrar a terapia psicológica. Ahora el dueño de la casa le ha dicho a su madre que consiga el dinero o le “preste” a su hija para tener sexo con ella a cambio de no echarlas a la calle. Este no es un caso aislado. La mejor opción para el Estado colombiano, que vive un colapso administrativo por cuenta de este fenómeno migratorio, será escalar los sistemas alternativos de atención que ya se están desarrollando para atender a esta población vulnerable. Este trabajo se realiza a través de organizaciones no gubernamentales que se centran en la situación psicosocial de los afectados. Es una buena idea la de permitir que otros organismos, nacionales e internacionales, con apoyo de la empresa privada, instalen planes de acción sostenidos a largo plazo en salud y educación. De lo contrario, los hijos pobres de la migración crecerán malnutridos, con menos capacidades cognitivas, con desórdenes emocionales y en entornos violentos o delictivos. Directivos de la Cruz Roja Internacional en Colombia, como Gabriel Camero, presidente de la seccional de Bogotá y Cundinamarca; y Ronald Prado de la Guardia, quien tiene a su cargo a todos los directores de área de la misma seccional, me lo advirtieron: los grandes desafíos que deben afrontar las ONG y los gobiernos de América y Europa en las décadas futuras están ligados al apoyo psicosocial y a las políticas de inclusión de los migrantes; aquellos viajeros que tuvieron que dejar sus países a la fuerza debido a los conflictos armados o políticos. La clave para fortalecer una sociedad y crear un sistema seguro para todos está en la capacidad de integrar a los extranjeros que lleguen al país, en garantizarles sus derechos, sin descuidar los de los ciudadanos colombianos. *Periodista venezolano radicado en Colombia.