Desde que tengo memoria me ha gustado mirar al río Medellín desde el Metro. En los años cincuenta, fue canalizado para permitir el crecimiento industrial de la ciudad, a su lado se construyó una autopista y ahora fluye indolente sin que la gente lo note. No es una vista bonita, es una corriente color café con leche con algunos rápidos, y solo lo visitan los habitantes de calle. Sin embargo, por alguna razón no puedo dejar de mirarlo y de leer los grafitis en canal sobre el Atlético Nacional (un equipo de fútbol local, el que más campeonatos ha ganado en el país).Este paisaje termina antes de llegar al centro, donde el Metro se eleva en unas estructuras de concreto que atraviesan la ciudad a una altura de unos cuatro pisos y se convierte en una vitrina inmensa para ver las casitas y los edificios de color ladrillo que contrastan con el fondo verde de las montañas. Además, es una pasarela de los edificios icónicos de Medellín, que emergen del paisaje usual de casas con tejas de barro, bodegas e iglesias.Las fachadas de los edificios del centro se fueron convirtiendo en lienzos gigantes que intentan atraer la atención de los pasajeros de este Metro elevado; pero no solo es arte lo que se ve por las ventanas: los locales comerciales ubican maniquíes en sus techos, y las iglesias montan pancartas gigantes para recordarles a los feligreses que “Quien en Dios espera, no desespera”, y que hay misa de doce.Panorámicas de verdadSin embargo, la vista del Metro no se compara con la que ofrece cualquier Metrocable. La cabina es más amplia y se comparte con otras siete personas. La gente te saluda y seguramente alguien querrá conversar. Me subí al de Pajarito (la Línea J) con tres viajeros: un adolescente, un campesino de 60 años y una chica trigueña con esa belleza agresiva de ciertas mujeres paisas, debía tener 20 años e iba algo incómoda con dos neveras portátiles colgadas de los hombros.Esta vez avanzamos callados, cada uno mirando por una ventana distinta. Este Metrocable sube hasta la montaña, donde hay un batallón del Ejército, y después baja para luego volver a subir. Llegando al batallón se escuchan los ruidos normales de la ciudad un sábado al medio día: buses, las bocinas de los autos y gritos de la gente. Pero de repente, uno deja de ver las casas y empieza el sobrevuelo por unos árboles, y los sonidos de los pájaros reemplazan a las busetas. En la cima se ven unos soldados que, probablemente cansados de observar la ciudad, se dedican a mirar a los pasajeros del Metrocable. Es como si ‘ventanearan’ a la inversa.Hace años que no tomaba el Metrocable de Pajarito. La primera vez que lo hice me impresionó la pobreza de la zona; las casas eran de madera con techos de lata. Aunque algunas siguen así, lo habitual ahora es ver construcciones de ladrillo, varias con tejas de barro y antenas de televisión satelital que no discriminan por tipo de techo. Lo que en su momento era un barrio de invasión, empieza a consolidarse como parte de la ciudad.El recorrido termina en la estación Aurora, donde se bajan mis compañeros de cabina. Yo sigo sentado para emprender la ruta de regreso. La única que se despide es la chica de las neveras, de la que me enamoro durante algunos segundos cuando me dice “hasta luego” con una sonrisa. Mientras se aleja, veo un letrero que me revela que sus neveras estaban llenas de brownies de 1.000 pesos (30 centavos de dólar).De bajada, cambio la vista de las casas por la panorámica de la ciudad. Me faltan un par de estaciones para terminar el recorrido, y se sube una señora morena con su hija de más o menos 10 años. La señora mira hacia el horizonte, la niña está concentrada en su teléfono celular. Sin embargo, antes de que pueda pensar que es una lástima que estos centennialls se pierdan la vida por mirar una pantalla, la niña baja el móvil, se voltea y se dedica a ver hacia las calles y las casas.Desde el Tranvía
Si hace 20 años el paseo dominguero familiar paisa era ir a “conocer el Metro”, hoy pasa lo mismo con el Tranvía. Como es lunes festivo, llevo a María, una amiga que nunca se ha subido en él, para que me acompañe. La ciudad está más tranquila que de costumbre porque el Atlético Nacional se coronó campeón del torneo local ayer; mucha gente debe estar en sus casas descansando de la parranda.El Tranvía cambió una calle llena de carros y buses por un corredor donde la gente transita y monta en bicicleta sin preocupación. Tiene un paso suave y sin prisa, y uno se siente caminando por una calle de barrio llena de tiendas, papelerías y peluquerías. Es muy distinto a ir en bus, donde se viaja con incomodidad y resulta difícil ver la capital paisa.Para construirlo fue necesario demoler algunas edificaciones, pero se trabajó para mejorar la estética del barrio. Las casas se pintaron de diferentes tonalidades y aparecieron murales abstractos con animales y combinaciones de colores, otros que cuentan historias de Medellín, y uno con las caras de los filósofos más célebres de este valle. Más arriba, el Tranvía se conecta con el Metrocable La Sierra, uno de los barrios más violentos y peligrosos. Como está recién inaugurado, hacia allá nos dirigimos.A medida que subimos, la ciudad empieza a perder su tejido. Las calles se estrechan para convertirse en callejones y terminan siendo pasadizos sin orden que se confunden con las quebradas. Visto desde arriba, las casas no son cuadradas, tienen formas irregulares y se ven sus techos de lata con ladrillos encima para evitar que el viento se los lleve.Desde la cabina de este Metrocable se ven algunos murales y dibujos que tienen un tono más fuerte que los de otras zonas de la ciudad. Aquí se vivió la violencia de los ‘combos’. Un mural se pregunta: ‘¿Si pactamos la paz, construimos la convivencia?’, y más abajo, unos dibujos de raperos e instrumentos musicales acompañan un ‘Estas son las bandas que necesitamos’. Es muy extraño ver todo esto desde la seguridad que nos dan las alturas. Es como estar y no estar en La Sierra al mismo tiempo.María y yo bajamos de nuevo hasta el Tranvía y caminamos por la vía. Pasamos al lado de un bar donde unos jóvenes con camisetas del Nacional bailan y toman aguardiente (la bebida de la región), con unas ojeras que delatan sus largas horas de fiesta. Por un segundo bromeamos con quedarnos a celebrar, pero mejor seguimos nuestra ruta hasta la estación siguiente. Esta vez nos tomamos más tiempo para ver los murales sin que una ventana de por medio nos separe de Medellín.*Cronista.