El recorrido debe comenzar tras los loros que han regresado a Medellín, los loros que añora Fernando Vallejo en sus novelas y que ahora puede oír si se para sobre la Avenida Oriental un domingo en la tarde. Tras el berreo de estos pájaros se puede llegar hasta el barrio Laureles. Una reja negra y un balcón amplio invitan a ver desde afuera a Casablanca la bella, uno de los últimos reinos de las novelas de puertas para adentro de Vallejo. Se recomienda no tocar el timbre para no despertar al ogro.Pero las historias grandes están al frente, en Casaloca. Una vivienda enmontada, con una pequeña selva que no se sabe si quiere ocultarla o exhibirla. Se le notan en la fachada las historias de la novela El desbarrancadero. Pararse entre las dos casas tiene algún efecto sobre las alucinaciones de los lectores corrientes. Al final, si siente sed, vaya al Café Vallejo, en el segundo parque del barrio Laureles. Las propinas serán para la sociedad protectora de animales y la mirada para los cuadros de Ethel Gilmour que acompañan la visita.Muy cerca está la mejor librería de la ciudad: Grammata Textos, que puede hacer las veces de biblioteca. Tiene un catálogo extenso, los libros nuevos abajo, los leídos en el segundo piso, en Palinuro. Siempre habrá café, charlas y lanzamientos.Este paseo, sin embargo, no es solo literario. Las letras marean y es mejor buscar el ruido de lo que llamaban el Camellón de Guanteros. El barrio de entrada a la Medellín de finales del siglo XIX, el distrito popular de la ciudad naciente, el escampadero de viajeros y policías en desgracia, de artesanos y obreros. Ahí mismo está La Pasacasia, una casa de totumo en el patio y música en el trastero que sirve como escenario.Se podrá encontrar una big band, una orquesta reducida de tango y una exposición en lo que fueron las habitaciones. Si llega temprano valdrá la pena ir hasta la plazuela San Ignacio para dar un vistazo al Paraninfo de la Universidad de Antioquia, un edificio silencioso. Muy solemne y muy quieto, usted deberá quitarse el sombrero al entrar, por respeto, y al salir, por agradecimiento.Si quedaron secuelas de la fiesta, en La Pascasia hay un antídoto cercano. El Parque San Antonio tiene el ruido y la sazón chocoana. Los caldos de pescado en la carrera Junín, entre Amador y Bomboná, serán suficientes para recuperar el color. Al salir, en la explanada del parque, hay dos pájaros iguales con historias distintas. Los dos son de bronce y del escultor Fernando Botero. Bajo uno de ellos estalló una bomba hace más de 20 años. Al lado, su gemelo lo acompaña como homenaje y desagravio.Ese par de pájaros robustos marcan el camino hasta el Museo de Antioquia donde podrá ver las esculturas geológicas de Hugo Zapata, las cajas de bruma y viento de Luis Fernando Peláez, los retratos insolentes de Débora Arango y las estampas luminosas de Dora Ramírez. El repertorio es más amplio, vaya y descúbralo.Luego del ruido del centro, suba un poco la ladera en busca de una de las bibliotecas que rodean el valle. Mi preferida es la León de Greiff, que aún conserva los arcos de la cárcel que recibía a los presos de la ciudad hasta 1976, varios de ellos, ladrones de bancos, los primeros pillos bravos de la ciudad: el Mono Trejos, el Pote Zapata, Toñilas. Para bajar el calor de la tarde el caspete de la entrada tiene la cerveza más fría de la ciudad.Visite la obra de uno de los artistas que aquí marcaron buena parte de las discusiones durante el siglo XX: La Fuente de la Vida de Rodrigo Arenas Betancourt, en el barrio Suramericana. Rodear la escultura, levantar la vista desde la calavera hasta las estrellas que lo coronan 14 metros más arriba, puede considerarse un pequeño ritual citadino. El barrio Carlos E. Restrepo, al cruzar la calle Colombia, hospeda las librerías Al pie de la letra y Ex Libris para entretenerse un rato.La parada final es la Casa Museo Pedro Nel Gómez en el barrio Aranjuez. Un palacete con más de 40 años, diseñado y habitado pensando más en la obra de un artista que en la tranquilidad familiar. Los frescos nos dan a entender el templo personal; los cartones preparatorios, el taller de trabajo; los vestigios del mobiliario, el hogar que hoy es difícil imaginar. En las afueras, el barrio que reta los sueños del urbanista que fue Pedro Nel Gómez.Si los caminantes ya han perdido el miedo, pueden terminar en el Museo Cementerio San Pedro. Quizá les toque un taller de escritura creativa de epitafios. Allá está el mármol de los mausoleos ilustres de la villa y las tumbas con banderines futboleros de muchos jóvenes de la ciudad. Todos bajo unos mismos ángeles blancos inconmovibles.*Escritor y periodista.