Por Margarita Rojas S.*
Bastaron siete palabras para cambiar el rumbo de una historia oscura: “Estamos bien en el refugio los 33”. Era todo lo que el mundo, 720 metros más arriba, necesitaba saber. Aquella economía perfecta del lenguaje fue lograda a prisa por un minero sin estudios, José Ojeda, antes de que la sonda que dio con el hueco en el que estaban se alejara sin remedio. Habían resistido 17 días de sombras y fantasmas. Aún tendrían que aguantar 52 jornadas más.
Desde que se supo que estaban vivos, el emplazamiento de tiendas de campaña y equipos de perforación en las entrañas del desierto de Atacama adquirió una nueva dinámica. Cobró sentido su nombre: Campamento Esperanza. Con aire, agua, alimentos y comunicaciones fluyendo a través de aquel cordón umbilical del sondaje, la espera de los mineros y la ansiedad de las familias se hicieron tolerables.
En la helada madrugada del 9 de octubre de 2010 el taladro suspendió su golpeteo. Después de muchos tropiezos, la máquina del llamado Plan B (había tres simultáneos) llegó a su destino. El túnel que los traería de vuelta estaba concluido. El oscuro e infranqueable reino de Hades había sido conquistado. La osadía humana arrancaría de sus entrañas esas vidas condenadas a extinguirse. Que nadie regrese, es la ley natural del inframundo. Pero los expertos se empeñaron en lograrlo, como intentando enmendar las negligencias que dejaron esos seres en el fondo del abismo.
La mina centenaria nunca tuvo vía alterna de evacuación, ni siquiera escalerilla en la chimenea. Localizar el refugio con la sonda era como tocar un grano de arroz con un alambre, siete metros bajo tierra. Y cavar el túnel de 700 metros sin derrumbar la montaña sobre ellos, un reto casi inalcanzable. Pero una vez hecho, la barca de Caronte rompería sus reglas y haría la ruta de regreso. Esta vez tenía forma de cápsula con aires de cohete espacial, mucho más rústica. Fue llamada Fénix 2.
El ducto terminado fue revestido y el 12 de octubre, como aquel de 1492, se completó otra travesía entre dos mundos. Y mientras el ave mitológica de acero daba a luz, uno a uno a los mineros, una mujer empezó a llorar y a sangrar en la carpa mientras llegaba el turno de su hijo, como pariéndolo de nuevo. Así, primaria y visceralmente, reaccionaron su mente y su vientre.
En esos 69 días extraordinarios hubo otro parto. Mientras el minero Ariel Ticona luchaba bajo tierra, su esposa Elizabeth Segovia dio a luz a una niña. La llamaron Esperanza. Ya debe tener diez años. Siguiendo el mantra de su nombre ojalá sonría y sueñe, aunque muchas ilusiones se hayan esfumado. Después de aquel rescate épico, los mineros saborearon por momentos la gloria pero las aguas volvieron a su cauce. La vida, aunque regalo milagroso, no tiene visos color rosa como el desierto florido, testigo de esa odisea.
*Directora de información internacional de Caracol Televisión.
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